(Escribe prof. Óscar Yáñez) La pandemia y la suspensión de clases presenciales halló a los docentes de todo el mundo en una situación única e imprevista. Se pusieron en funcionamiento todos los recursos posibles al servicio de nuevas estrategias de enseñanza, a efectos de que los estudiantes se mantuvieran con clases; es decir, que los alumnos siguieran aprendiendo.
El vehículo, con traspiés, contra viento y marea, con exigencias insospechadas y rodeados de educadores de última generación y sin experiencia, fue encontrando su rumbo y, si bien la marea no está calma, los docentes que se embarcaron están timoneando y alcanzando tierra.
La falta de teoría específica, las experiencias a medio camino y las percepciones válidas que tiene el profesional de la educación indicaron, más temprano o más tarde, cuáles eran los recursos adecuados y los más peligrosos para poner en funcionamiento. No obstante, la lucha aún no ha finalizado y aún existen creencias acerca de los beneficios de determinados procedimientos para llegar al estudiante a través de la virtualidad. Al golpe de la incertidumbre se sumaron las clamorosas falacias. Salió a la superficie lo más noble y lo más mezquino del ser humano, comprobable mediante un paseíto por las redes sociales.
Desde el 13 de marzo hemos aprendido que las presiones son caprichos intempestivos frente a novedades tecnológicas y que estas novedades tecnológicas son herramientas válidas solo aplicadas en determinadas circunstancias.
No hay discusión en cuanto a que la virtualidad exige estribarse en plataformas web. Sin embargo, alguna de las modalidades, a pesar de la experticia más que de la evidencia científica, fueron mucho más nocivas y también contribuyeron a la profundización de esa grieta de discriminación sobre la que ya hemos insistido en otros artículos de este portal.
Pues bien, ahora llega el momento del reintegro. Creo que esa es la única certeza: el reintegro. La ocurrencia de fenómenos hoy puede ser previsible a partir de la experiencia del ingreso a la virtualidad. Por lo tanto, ningún proyecto educativo que se esboce desde aquí al momento de la vuelta a clases puede carecer de un análisis de viabilidad. Este análisis debería componerse por dos dimensiones: una, estrictamente didáctico-pedagógica; la otra, de reacciones de los entornos, entre ellos el familiar.
Ambas se caracterizan por la extrema complejidad. La segunda tiene un grado de imprevisibilidad enorme. Me baso en esta apreciación, porque, así como expectativas hubo desde concepciones falaces en la virtualidad, es probable que se repitan también ahora en la nueva presencialidad. No soy ingenuo al usar el adjetivo “nueva”. Por el contrario, lo hago desde un lugar de responsabilidad educativa, porque retomar estas actividades representa la reincorporación a un mundo que nadie puede creer igual al que dejó a mediados de marzo.
Como simple reflexión -la que permitirá desarrollar el título de este artículo-, es relevante considerar que no reingresaremos “juntos”. El vocablo “juntos” hoy se ha transformado en una palabra tabú. La realidad hoy indica que no estaremos juntos; no podemos estar juntos, pero no solo en lo que respecta al espacio compartido. Tampoco estaremos juntos, porque, en principio, tampoco todos podrán estar juntos desde lo temporal. Quienes ahora estén presentes mañana estarán en la virtualidad. Este modo de ver la “nueva normalidad” desconfigura un concepto natural o un modo de vida natural en el centro educativo. Me refiero al concepto “grupo”. El grupo será una lista, una construcción administrativa, porque el grupo (desde una perspectiva global de atención didáctica) pasa a ser “subgrupo”, en muchas condiciones. En estos momentos el “todos juntos” se transformará en “algunos juntos”. Al menos hoy, es una perspectiva posible, ante la necesidad de la distancia física. El “todos juntos” como grupo quedará restringido a escuelas o liceos rurales, a algunas diversificaciones de ciclos superiores de institutos públicos o privados, o a algunas modalidades específicas cuyo resultado hasta ahora no ha sido evaluado.
¿Volver significa que algunos ingresen y otros queden afuera? ¿Y los que quedaron afuera ingresan para que los que ingresaron queden afuera? ¿Los que queden afuera serán atendidos desde la virtualidad? ¿Habrá una duplicación en el trabajo docente? ¿Qué se hace con los estudiantes que vuelvan en la primera etapa y los que vuelvan más tarde, una vez que los padres hayan constatado la seguridad sanitaria de la asistencia?
Estas preguntas parecen obvias, pero su respuesta asocia trabajo. Mucho trabajo. Por eso, es importante recurrir a la experiencia y ver qué estrategias novedosas se pueden incorporar para sumar a la formación de base de cada docente.
Intentaré plantear una idea que, por sencilla y clásica, puede ser efectiva. Nótese que dije “puede ser”. Insisto en que no hay certezas.
Me refiero al trabajo desde la “recursividad”. Leído así, algún docente experimentado podría interpretar que volví al pasado. Y por qué no. He escuchado que el mundo de hoy podría conducirnos a recuperar algunas costumbres y hábitos que perdimos en pos del consumismo. En educación también hemos sido invadidos, en los últimos treinta años, de expresiones, palabras, consejos que, a la luz de los acontecimientos, de mucho no han servido.
Yo sigo creyendo que los clásicos son los clásicos. Para hablar de didáctica y pedagogía, convendría saber de Comenio. Aunque el paralelismo parezca absurdo, para saber literatura, primero hay que leer ese libro que habla de un ingenioso hidalgo. Apelo a la historia como insumo para la toma de decisiones amparadas en la experiencia y en el conocimiento.
“Recursividad” es un término que no escucho habitualmente. Tal vez a comienzos de mi carrera en la educación lo escuchaba con más frecuencia. Cuando alguien lo menciona, entiendo que lo hace asociado, fundamentalmente, a una instancia de evaluación diagnóstica. O sea, a partir de determinada información sobre aprendizajes o no aprendizajes específicos, se vuelve al contenido identificado, para dar curso sobre este. Se trata de un “volver a…”, para asegurar que un contenido ha sido aprendido.
En las actuales circunstancias, quiero también hablar de “recursividad”, pero considero que debería ser una “recursividad formativa”; asociada a una nueva actitud profesional ante los contenidos y las competencias tendiente al desarrollo de los conocimientos.
Si bien ya hace algunos años que dejé la docencia directa, mi última experiencia fue en un liceo nocturno de Montevideo. Allí viví, como tantos docentes, una realidad abrumadora en relación con la asistencia de los estudiantes. Dejo constancia de que no hablo de inasistencia asociada a irresponsabilidad. Me refiero a la inasistencia asociada a responsabilidades laborales o familiares. Si se quiere plantear de otra manera, inasistencias relativas a una población vulnerable. En definitiva, este mes de mayo nos enfrenta a un número altísimo de población vulnerada.
En esas circunstancias del nocturno extraedad, pocos alumnos tenían una asistencia constante y un número mayor tenía una asiduidad que llamaría “aleatoria”. Por lo tanto, dar continuidad a un curso con estas características de presencialidad era muy complejo. Por eso me cobijé en la recursividad formativa. Concebí cada clase como una unidad. Tenía principio y fin no solo como una estructura. Desde lo conceptual también tenía un fin. Ningún tema o contenido podría ser extendido más allá del módulo de clase. Esto me impuso una nueva visión de la presentación de la asignatura, pero nunca me intranquilizó porque, en definitiva, la asignatura es una construcción. La asignatura no es disciplina, al menos en principio, observada desde lo curricular.
La particularidad de esta unidad estaba en el contenido de la clausura, que estaba compuesto por una sencilla evaluación del desarrollo; pero ese “fin” y el análisis del resultado de la evaluación constituía el punto de partida de la clase siguiente, pero no simplemente por la “recursividad”. El comienzo de la clase siguiente tenía como objetivos principales fortalecer los contenidos presentados y evaluados en la clase anterior y, al mismo tiempo, presentarlos como algo nuevo o como una novedad para los estudiantes que asistían aleatoriamente. “Nada nuevo bajo el sol”, pero con una ejecución consciente e intencionada. Tiene algo de dieta: conciencia, voluntad y persistencia. La recursividad formativa es volver para volver a enseñar. No es volver para recordar y reconfirmar logros de aprendizajes. Se trata de un volver para enseñarle al que no sabe. El volver es lo recursivo; el enseñarle al que no sabe es lo formativo.
No me estoy refiriendo a retomar el tema de la clase anterior para continuar con la clase del día. Eso es recursividad. La recursividad formativa da luz a la opacidad. Al mismo tiempo, por un lado, refuerza el concepto; por otro, presenta el concepto. Tiene un grado de bilateralidad. Es una forma de volver, diferente a lo que fuimos. La recursividad en su forma clásica sería peligrosa porque generaría la intención de recuperar el tiempo perdido, de aprender lo que no se pudo hacer durante la virtualidad, etc. La recursividad formativa obliga a rediagnosticar, por supuesto, y a vivir la enseñanza y el aprendizaje desde otro lugar, sin enseñar menos y sin exigir menos.
La recursividad formativa rompe la linealidad. Nuestros alumnos hoy están inmersos en un espiral que no responde a un modo de pensar diferente al de la civilización occidental. Están en un espiral descontrolado como consecuencia del derrumbe de la territorialización. La recursividad formativa implica avanzar y mirar hacia atrás, no para revivir un pasado, sino para fortalecer lo aprendido sin perder de vista la otredad. Retroceder para correr más rápido es una forma de ganar varias carreras.
Desde el 16 de marzo mucho se habló de la educación. Muchos hablaron de educación. Otros tantos opinaron y abrieron juicios sobre docentes, instituciones y procedimientos.
Junio nos espera con nuevas incertidumbres, pero con conocimiento de algunos aciertos y de tantos desaciertos. Por eso, las palabras de Antonio Machado son perfectas: “Camorrista, boxeador, / zúrratelas con el viento”.
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