19 de April del 2020 a las 22:53 -
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El clamor de una falacia
Da la impresión de que la videoconferencia pasó a ser el recurso por excelencia o válido para que haya enseñanza y para que haya aprendizaje y evaluación.

(Escribe prof. Óscar Yáñez) Desde que se declaró la pandemia, hemos observado la variedad de encrucijadas por las que la enseñanza on line ha ido transitando.

Como no podía ser de otra manera, en primera instancia se dio un descontrol e incluso desatinos justificables por la novedad de las circunstancias y la vertiginosidad de los eventos. La búsqueda y desentonado encuentro con los recursos apropiados fue y sigue siendo uno de los focos de mayor dificultad para las instituciones educativas. Por eso, como ya lo dijimos en otro artículo de este mismo portal, vimos que, en primera instancia, las plataformas y los modos de comunicación a través de la web consumieron la atención de todos los agentes del sistema educativo, centralizando un fenómeno que debe ser transversal por excelencia.

Convendría detenernos un momento en este concepto, porque colabora para entender la falacia.

Durante la década de los noventa, la computación y todo lo relativo a la informática se instalaron en nuestro sistema educativo. Al principio fue una opción; luego una obligación. Esta segunda fase se radicó a partir de la Reforma 1996. “Informática” se instaló como asignatura y, a partir de ese momento, los estudiantes comenzaron a navegar por ese mundo. O bien lo hacían de a uno, de a dos o de a tres por PC y teclado. O bien lo hacían con un teclado de cartón, que simulaba el real, precisamente por falta del de verdad (no siempre por omisión del sistema).

Desde entonces la informática se incorporó en nuestras vidas como objeto de estudio en las instituciones educativas. Sin embargo, el mundo y nuestro país vieron que todas las ciencias de la computación ya no podían constituirse en un centro de atención sino en un recurso de viabilización de conocimientos. Ver no significa ejecutar.

Suponemos -nunca se lo preguntamos a nadie, pero las evidencias nos invaden- que desde este lugar se desarrollaron “productos educativos” de excelente calidad y otros que no satisficieron demasiado a los usuarios. Quizás otros pasaron inadvertidos.

No obstante, al menos desde lo ideológico, el proceso de transformación se lo veía y se lo ve como válido. Porque hubo, en algunos espacios, una verdadera transición desde la centralidad a la utilidad. O sea, aquello que tenía un valor per se pasó a tener un valor transversal. Ni más ni menos que como la lengua, como la matemática, como el lápiz o el marcador de tinta, el recurso web o informático se naturalizó, como el saber y como el instrumento, para estar a disposición del docente y, de esa manera, generar estrategias de enseñanza destinadas a mejorar la calidad del aprendizaje.

Pensar que esta transición tuvo alcance universal sería parte de una fantasía ciudadana. La voracidad de los eventos que estamos viviendo aún no nos han hecho reflexionar lo suficiente sobre el tema “alfabetización”. Nuestra “falacia” también se construye desde el analfabetismo.

En 2013, en Panamá, la profesora y narradora panameña Lilia Fernández de Ferrer nos obsequió su libro “Mi colcha de retazos”. En su dedicatoria escribió sobre Uruguay: “…país excepcional de América del Sur, que de estudiante aprendí que en ese bello lugar no había ningún analfabeto”. Acaso llegue el ansiado momento del anunciado nuevo modo de vida para pensar en la transversalidad de las ciencias de la computación en el nivel de alfabetización nacional. Podría ser una forma de luchar contra la “falacia”.

Decíamos que el coronavirus lanzó a la banquina estas conquistas (a medias, porque están lejos de la generalización); hubo que volver a pensar en el recurso web en sí para tomar decisiones y, después, a partir de esos recursos seleccionados generar estrategias que llegaran a estudiantes desterritorializados en hogares desintoxicados, no necesariamente desintoxicados e intoxicados.

Nos parece que a partir de este conjunto de circunstancias ideales, circunstanciales y fantásticas se instaló en la sociedad, con el correr de los días, la gran falacia.

Como no tenemos la capacidad ni el conocimiento de definirla desde el punto de vista filosófico, intentaremos hacerlo desde lo lingüístico, particularmente desde una perspectiva de análisis léxico.

La gran falacia está en relación con el recurso de la videoconferencia. En esta ocasión dejaremos a un lado las particularidades que genera, que degenera y que oculta este insumo, porque significaría ingresar al análisis del discurso, con énfasis en la conversación.

Partimos del principio de que la casa no es la escuela. La casa es el espacio de vida en que el niño o el adolescente sufren la desterritorialización. Sin embargo, gracias al impulso de transformar la casa en escuela, emerge la videoconferencia como sustituto de la presencialidad. En nuestro afán por interpretar, sentimos que surge como un reclamo de paz que irrumpe ante otros procedimientos, mejor o peor encarados, pero que también facilitan el aprendizaje.

Considerar la sinonimia entre “presencialidad” y “videoconferencia” es la raíz del problema. Estos términos no son sinónimos, ni siquiera son antónimos. Existe entre ellos una relación léxica mucho más compleja. Nos colocamos, entonces, las vestiduras del profesor de Idioma Español.

Para nosotros los significados y la interpretación de los significados no son juegos de ocasión. Son configuradores conceptuales y generadores de acción. Nunca se nos ocurriría pensar que “asincronía” y “sincronía” son sinónimos.

Desde los antónimos debemos partir para entender este fenómeno. “Presencialidad” tiene un antónimo que es “virtualidad”. Lo son porque se trata de dos paradigmas diferentes por los que la educación puede optar o, como en este triste presente, se ve obligada a elegir. Entre la diacronía y la sincronía existe un punto de contacto. La asincronía y la sincronía no tienen contacto. Parece obvio.

Ahora bien, definida la antonimia, veamos qué sucede con el concepto “virtualidad”, sin olvidar que por allí nos quedó colgado el término “videoconferencia”.

Pero antes de avanzar, para no soslayar la sinonimia, digamos que “enseñanza virtual” y “enseñanza on line” cumplirían con los parámetros de este rango.

La “virtualidad”, vista como antónimo del otro concepto, es también, significativamente, un hiperónimo. Los hiperónimos se caracterizan por contener significados que, desde lo conceptual, forman parte del significado mayor. Estas palabras cuyo significado está contenido en el hiperónimo se denominan “hipónimos”. Si decimos “vehículo” (hiperónimo), “camión” y “automóvil” son hipónimos.

Cuando hablamos de la videoconferencia, nos estamos refiriendo a un recurso -lo repetimos: un recurso- de los tantos que nos ofrece la enseñanza on line. Basta ingresar a plataformas educativas públicas o privadas, y nos enfrentaremos a una variedad notoria de propuestas con diversas modalidades.

Sin embargo, da la impresión de que la videoconferencia pasó a ser el recurso por excelencia o válido para que haya enseñanza y para que haya aprendizaje y evaluación.

Por lo tanto, de este análisis léxico realizado podemos elaborar una conclusión. La presión social, el desconocimiento y la toxicidad del coronavirus generaron una sinonimia entre el hipónimo cuyo hiperónimo es el antónimo de los modelos de formación en la historia educativa; o sea, de la presencialidad. Estamos, sin dudas, de nuevo frente a un problema y ante un dilema de formación docente. Se trata de una falla histórica con diferentes dimensiones de responsabilidad que hoy nos deja en falsa escuadra y con escasos argumentos locales ante una demanda clamorosa.

 

Parece un juego de palabras. No lo es.

Hace muchos años, nuestra profesora de Didáctica General nos decía que la evaluación de las actividades del docente llega, pero que, a veces, se necesita tiempo para elaborar esa evaluación y no se puede volver atrás. La clase ya se acabó.

Mientras la grita no descienda el volumen, seguiremos, al menos nosotros por una cuestión de calma, concentrados, como lo hacemos desde hace tanto tiempo, ante “El maestro ignorante” de Jacques Rancière.

“Los alumnos habían aprendido sin maestro explicador, pero no por eso sin maestro. Antes no sabían y ahora sí […] Tropezar no es nada; lo malo es divagar, salirse de su camino, dejar de prestar atención a lo que se dice, olvidarse de lo que uno es. Toma, entonces, tu camino […] Los hombres están unidos porque son hombres, es decir, seres distantes” […]”. (Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2007).

 

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