25 de December del 2025 a las 18:37 -
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No pongamos curanderos a gestionar la salud
El fin de año suele empujarnos a balances amables, a reflexiones medidas para no incomodar demasiado. Sin embargo, hay silencios que se repiten con tanta naturalidad que terminan volviéndose parte del problema. Uno de ellos es la liviandad con la que, todavía hoy, se gestiona la cultura.

(escribe Sergio Pérez)  Existen ámbitos donde la improvisación no es tolerada. Nadie aceptaría que la salud pública quedara en manos de personas sin formación, elegidas por cercanía, afinidad política o simple conveniencia. Nadie justificaría la falta de idoneidad con buena voluntad. En la cultura, en cambio, esa exigencia parece diluirse sin generar mayor escándalo.

Durante años, la cultura fue tratada como un espacio blando, secundario, útil para resolver equilibrios políticos o pagar favores. Como si gestionar cultura no implicara tomar decisiones que afectan la memoria colectiva, la identidad y la manera en que una sociedad se piensa a sí misma.

Esta naturalización no es ingenua. Vaciar la gestión cultural de formación y pensamiento crítico es una forma eficaz de neutralizarla. Una cultura administrada sin conocimiento difícilmente incomoda. No interpela, no discute sentidos, no abre conflictos. Se limita a programar, a ocupar fechas, a producir actividades sin profundidad.

Cuando la cultura se reduce a una agenda, pierde su densidad política. Deja de ser un espacio de construcción simbólica y se convierte en un decorado funcional, fácilmente administrable. Una cultura dócil siempre resulta más conveniente que una cultura que piensa.

El problema no está solo en quién ocupa los cargos, sino en la lógica que los sostiene. Cuando el puesto antecede al conocimiento, la gestión se vacía de contenido. El cargo deja de ser responsabilidad y pasa a ser premio. La cultura queda subordinada a la lógica del acomodo.

Pero esta crítica no puede detenerse únicamente en señalar hacia arriba. También interpela a quienes trabajamos en el campo cultural. Durante demasiado tiempo se aceptó que la legitimidad proviniera exclusivamente de una designación. Como si sin cargo no hubiera acción posible.

Esa dependencia es peligrosa. No solo porque vuelve frágil al sector, sino porque empobrece la cultura misma. La gestión cultural no comienza ni termina en un nombramiento. Se ejerce en los márgenes, en la investigación, en el debate, en los espacios autogestionados que sostienen pensamiento y comunidad.

Reivindicar formación, conocimiento y trayectoria en la gestión cultural no es elitismo. Es responsabilidad. Así como nadie quiere improvisación en la salud o en la educación, tampoco debería aceptarse en la cultura. Lo que está en juego no es un evento más o menos logrado, sino la forma en que una sociedad se reconoce y se proyecta.

Tal vez este fin de año sea un buen momento para decirlo con claridad: la cultura merece ser tomada en serio. Y eso implica exigir gestores a la altura, pero también asumir que la dignidad del trabajo cultural no puede depender exclusivamente de un cargo.

La cultura no se mendiga. Se piensa, se trabaja y se defiende. Incluso —y sobre todo— cuando incomoda.

 

Feliz año para todos y gracias a quienes nos han seguido y leen nuestras columnas.

 

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