
(escribe prof. Alejandro Carreño T.) Su historia, desde la declaración de su independencia el 1 de enero de 1804, aunque reconocida el 17 de abril de 1825, está plagada de conflictos políticos que lo hundieron en un abismo del que, al parecer, está condenado a permanecer at aeternum. Una ironía brutal considerando que fue el segundo país de América en obtener su independencia, después de los Estados Unidos y el primero en constituirse como “república negra”.
Haití, el país más pobre del continente, más que “tierra de montañas”, cuyo significado deriva del “arahuaco”, lengua de los habitantes nativos de la isla, parece hoy tierra de nadie, dominada por políticos ambiciosos, incompetentes y corruptos, y bandas criminales que nada tienen que envidiarles a las famosas pandillas de El Salvador. Un país deshecho que por décadas se ha sustentado gracias a la ayuda humanitaria de muchas naciones y de organismos internacionales. ¿En qué momento, este filón solidario que parece inagotable, se cansará de su bondad y cerrará su veta?
Esfuerzo y sacrificio de recursos económicos, materiales y humanos que de poco o nada han servido, dada la descomposición institucional que arrastra consigo la destrucción social con todo lo que ello significa. Porque la crisis de Haití es una crisis generalizada, no localizada como la que provoca un desastre natural como una inundación, un maremoto o un terremoto, que de estas cosas también saben los haitianos. Por lo mismo, su solución responde a estrategias que trascienden lo puramente económico.
La descomposición de Haití que conlleva a la destrucción social del país responde a diversos factores que, en definitiva, se yerguen como el símbolo de una cultura que hizo de la anarquía, esto es, de la ausencia del poder público, del desconcierto, de la incoherencia y del desorden, su ADN de vida. Hablar de Haití hoy es hablar de los escombros de su infraestructura social. La ruina social que incita al caos y la violencia. La Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas reportó más de 5.600 personas asesinadas en 2024, fuera de los miles entre heridos y secuestrados.
Aún son una pesadilla los 200 cadáveres en Cité Soleil, el 9 de diciembre del año pasado. Y ahora, nuevamente otra matanza para ilustrar lo que comentamos en esta columna: el absoluto desamparo en que vive la población haitiana, impuesto por un Estado fallido en el que nada funciona. Es tierra de nadie, y cuando se llega a esta anárquica situación política y social, la tierra de nadie es asumida por pandilleros que, simplemente, imponen su presencia con la muerte: 42 asesinatos en una población en Labodrie el jueves pasado, al norte de Puerto Príncipe, la capital, acusados de ser infórmate de la policía.
El mundo espera desde hace décadas que Haití encuentre su camino. Es cierto que su historia es un recipiente de guerras, deudas, ocupaciones, como la de Estados Unidos que permanecieron en el país durante 19 años (1915-1934) y dictaduras brutales como la de Papa Doc primero (François Duvalier) y su hijo después, Baby Doc (Jean-Claude Duvalier), que gobernaron entre 1957 y 1986, cuando un golpe de Estado saca del poder al hijo dictador. Los Duvalier dejaron un país en ruinas y 50.000 muertos. Con todo, ¿acaso decenas de países en el mundo no tienen historia semejante y continúan teniéndola?
Los haitianos deberán, como otros pueblos a lo largo de la Historia lo han hecho, encontrar el camino que convierta ese estado de descomposición social at aeternum, en otro que los aleje de la miseria y la violencia, y puedan, de una vez por todas, construir una sociedad en que el pasado no sea más que una enseñanza para no repetirlo.
Porque el mundo tiene sus propios problemas y sus propias masacres.