11 de September del 2025 a las 16:16 -
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Cuando la diferencia incomoda: el peso invisible del talento
El talento incomoda, y cuando incomoda, se lo castiga. Así, lo que debería enriquecer al conjunto se mutila por miedo, por resentimiento o por ignorancia.

(Escribe:Sergio Pérez) Hablar de altas capacidades en el mundo adulto suele despertar un doble reflejo. Por un lado, se piensa en privilegio, en un don que abre puertas, en la posibilidad de brillar con facilidad. Pero la experiencia de quienes transitan la vida con este rasgo intelectual demuestra otra cara, más áspera y menos celebrada: la diferencia se convierte en un motivo de sospecha, en blanco preferencial del hostigamiento, en terreno fértil para la exclusión.

La paradoja cultural es inquietante. Lo que debiera ser fuente de admiración y reconocimiento termina transformándose en objeto de burla, de estigma o de envidia. El talento incomoda, y cuando incomoda, se lo castiga. Así, lo que debería enriquecer al conjunto se mutila por miedo, por resentimiento o por ignorancia.

Cada vez que un talento es silenciado, la comunidad entera se empobrece. La tarea de los gestores culturales es abrir espacios donde la diferencia deje de ser un estigma y se convierta en patrimonio compartido, capaz de transformar lo colectivo.

La psicología ha documentado sus consecuencias: ansiedad, depresión, burnout, crisis de identidad. La filosofía, a su vez, ha reflexionado sobre la tensión entre el individuo singular y la masa que lo rodea, desde las advertencias de Nietzsche sobre la mediocridad como norma hasta la visión de Ortega y Gasset sobre las mayorías que aplastan a las minorías creativas.

No hablamos únicamente de personas heridas en su autoestima, sino de sociedades que, al reprimir el talento, atentan contra su propio capital simbólico y limitan su capacidad de innovar y transformarse. Cada gesto de ridiculización, cada exclusión silenciosa, cada ascenso negado por prejuicios empobrece el patrimonio vivo de una comunidad.

La alta capacidad expone a quien la porta a un tipo específico de violencia: la que se ejerce contra la diferencia, contra lo que sobresale, contra aquello que recuerda que siempre es posible ir más allá. El costo es doble: personal, porque erosiona la identidad; y colectivo, porque desperdicia energías creativas que podrían ser motor de desarrollo cultural.

Comprender cómo se expresa este fenómeno en la vida adulta nos permite abrir una reflexión más amplia: ¿qué dice de una sociedad el hecho de que castigue aquello que debería valorar? ¿Qué revela sobre nuestras estructuras simbólicas la incomodidad frente a quien piensa distinto o más rápido? Y, sobre todo, ¿qué tipo de cultura construimos cuando preferimos uniformidad antes que diversidad cognitiva?

Las formas de hostigamiento hacia personas con altas capacidades son variadas, pero comparten un hilo conductor: buscan domesticar la diferencia. Una de las más comunes es la ridiculización del lenguaje. Se trata de reprochar a alguien por usar palabras consideradas “raras” o por expresarse con precisión. La escena suele repetirse en ámbitos laborales o académicos: un comentario en tono de broma que esconde desprecio, un gesto de burla ante una explicación detallada. El mensaje es claro: no te muestres demasiado distinto, no incomodes con tu forma de pensar.

En otros casos, la penalización se hace más explícita. El llamado “síndrome de la amapola alta” grafica con nitidez esta hostilidad. Quien sobresale demasiado debe ser cortado para que no opaque al resto. El fracaso del talentoso, lejos de generar empatía, produce alivio colectivo. De esta manera, se instala la convicción de que destacar es peligroso, y muchas personas con altas capacidades aprenden a autosabotearse, a frenar sus propios impulsos creativos para evitar represalias.

La explotación del conocimiento es otro rostro de este problema. Colegas que piden ayuda, toman ideas y luego invisibilizan al autor no son un accidente, sino parte de un patrón que el investigador Westhues describió en el ámbito académico como mobbing intelectual. El talento se convierte en recurso gratuito, en herramienta que se utiliza sin reconocimiento. La sensación resultante es la de haber sido reducido a instrumento, lo que atenta contra la confianza y deteriora los lazos comunitarios.

Más sutil, pero no menos dañina, es la intimidación velada. Se trata de gestos hostiles, silencios prolongados, comentarios ambiguos que transmiten amenaza. El efecto psicológico es devastador, porque instala la indefensión. La creatividad, que requiere un clima de libertad, queda paralizada bajo la sombra de la sospecha.

A ello se suman las humillaciones públicas, donde un error menor se convierte en espectáculo o una broma de doble filo se repite hasta desgastar. Este tipo de microagresiones cultiva un estado de hipervigilancia permanente. El adulto con altas capacidades aprende a anticipar la próxima crítica, a moderar cada palabra, a ajustar su comportamiento como si estuviera bajo examen constante. Lo que debiera ser espontaneidad se convierte en cálculo defensivo.

Los estereotipos funcionan como barrera invisible. Se niegan ascensos o cargos de responsabilidad bajo el argumento de que estas personas carecen de “habilidades sociales” o son “demasiado perfeccionistas”. No importa el desempeño real: lo que pesa es la narrativa instalada. En términos culturales, esto significa desperdiciar líderes potenciales, marginar voces que podrían aportar una perspectiva valiosa en la toma de decisiones colectivas.

La censura del lenguaje y la presión a bajar el perfil refuerzan este cerco. “No corrijas tanto en las reuniones”, “no seas tan intenso”. Tales frases parecen inocuas, pero transmiten una orden implícita: apágate, disimula, no destaques. La consecuencia es el camuflaje forzado, la máscara de la normalidad que se viste a costa de la autenticidad.

Esta presión conduce a la invisibilidad. Muchos adultos con altas capacidades eligen minimizar logros, callar ideas o renunciar a oportunidades. Lo hacen para no incomodar, pero el precio es alto: inautenticidad, desgaste emocional, pérdida de confianza. Desde la gestión cultural, cada talento que se oculta es un fragmento de patrimonio humano que se pierde.

El sabotaje del desempeño constituye otra forma de violencia. Se retiene información clave, se asignan tareas imposibles, se niegan recursos. Son estrategias deliberadas para minar la eficacia y desgastar la motivación. El resultado es la deserción de proyectos que podrían haber enriquecido a toda la comunidad.

La patologización es quizás la forma más antigua de desacreditación. El estereotipo del “genio loco” asocia inteligencia con inestabilidad psicológica. Se repite en frases que parecen chistes pero cargan de veneno: “sí, es brillante, pero está loco”. Lo que se esconde detrás es un intento de domesticar lo extraordinario reduciéndolo a anomalía.

El mobbing por alto rendimiento es la versión extrema de este proceso. Rumores, denuncias falsas, exclusiones calculadas. El objetivo es expulsar al diferente de la red social o profesional. Las consecuencias son devastadoras: burnout, depresión reactiva, abandono de la carrera. Culturalmente, significa empobrecer el campo creativo, perder referentes que podrían haber transformado una disciplina o una comunidad.

El ostracismo completa este cuadro. No saludar, no invitar a reuniones, hacer el vacío. Es una violencia silenciosa, pero profundamente efectiva, porque golpea donde más duele: la necesidad humana de pertenecer. La exclusión social genera retraimiento, erosiona la confianza básica en los demás y, en última instancia, destruye la posibilidad de colaboración.

Frente a este panorama, la reflexión filosófica se vuelve inevitable. Platón ya advertía que la polis debía cuidar a sus guardianes, aquellos capaces de ver más allá de la caverna. Nietzsche, por su parte, señalaba que la sociedad tiende a aplastar lo excepcional en nombre de la comodidad de lo común. Y Ortega y Gasset recordaba que la rebelión de las masas podía sofocar la voz de las minorías creativas.

La psicología coincide en este diagnóstico. Jacobsen hablaba de la depresión como consecuencia de la incomprensión, mientras que Baudson demostraba cómo los estereotipos sobre el “genio loco” refuerzan la autoestigmatización. Las teorías contemporáneas sobre diversidad cognitiva insisten en que no se trata de adaptar al individuo a la norma, sino de transformar la norma para que incluya al individuo.

Desde la gestión cultural, el desafío es doble. Por un lado, visibilizar estas formas de violencia simbólica que muchas veces se esconden en la cotidianeidad. Por otro, generar políticas y prácticas que reconozcan la diferencia como valor. La cultura, entendida como un entramado de significados compartidos, solo se enriquece cuando admite lo plural, cuando integra lo que incomoda y lo convierte en motor de creación.

La intervención debe pensarse en tres planos. En lo individual, validando las experiencias, ofreciendo recursos de afrontamiento y desarmando el estigma. En lo organizacional, con políticas claras que reconozcan la diversidad cognitiva y frenen el acoso. En lo social, desmontando el anti-intelectualismo y construyendo narrativas que celebren la singularidad en lugar de castigarla.

Reconocer el acoso a las altas capacidades como un fenómeno estructural es un paso imprescindible para repensar nuestra cultura, y por sobre todas las cosas, defender la posibilidad misma de innovación, creatividad y pensamiento crítico en la sociedad.

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