(escribe prof. Alejandro Carreño T.) Hacia cualquier punto del mapa latinoamericano que el lector dirija la mirada, y más allá de él, yendo siempre hacia el norte, toda América parece tierra de nadie. Trump, con su recompensa de 50 millones de dólares por cualquier información que conduzca a la captura del dictador Nicolás Maduro, enciende los corazones de la izquierda latinoamericana que ve en esta recompensa una amenaza militar a la estabilidad de la región. Gustavo Petro, por ejemplo, sin que nadie se lo pidiera, hizo de vocero de todos nosotros: “cualquier acción militar contra Venezuela sin el respaldo de ‘países hermanos’ constituiría una agresión contra América Latina y el Caribe”.

Habría que preguntarle a Petro a que países hermanos se refiere, lo que no significa que, con esta pregunta, este columnista esté apoyando cualquier intromisión estadounidense en la región, porque, una cosa es un régimen dictatorial como el de Maduro, y otra bien diferente la presencia de una potencia habituada a erguirse como la salvadora del mundo e imponer sus “condiciones morales”. Lo que Petro y los “países hermanos”, que no menciona, debieran hacer, es hablar en nombre de ellos y nada más. Responder a una amenaza con otra, envolviendo a la región, no parece ser el camino diplomático más adecuado para defender la integridad regional y su armonía.

Además, erguirse como vocero defensor de un régimen usurpador, vinculado al narcotráfico y al crimen organizado representado por el “Tren de Aragua” y el “Cartel de los Soles”, opresor de su pueblo, caricatura de presidente de un país, no me parece una postura que honre a ningún latinoamericano, menos al pueblo venezolano. Por cierto, Maduro y su régimen antidemocrático tiene sus adeptos. En Chile, por ejemplo, el Partido Comunista y parte del Frente Amplio, sustento del mediocre gobierno de Gabriel Boric, lo adoran. Nicolás es su ídolo. Pero no se debe ni se puede generalizar cuando el ejemplo no es digno de nada.

Las generalizaciones llevan a declaraciones rimbombantes, como las del mandatario colombiano, que nada más resultan una “choreza patética” de su parte. Se entiende la posición complicada en que se encuentra, no solo por las acusaciones de corrupción en su contra, sino por la reciente muerte del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe, baleado hace dos meses, y que abre en la región el triste camino del asesinato político. Colombia espera, convulsionada, que se haga justicia, en cuanto el panorama político es un torbellino a diez meses de las presidenciales.

Además, es bueno recordar que las relaciones diplomáticas entre ambos países fueron restablecidas recién el año 2022, con el intercambio de embajadores entre Petro y Maduro el 11 de agosto de ese año. A pocos días de instalado el Presidente Petro, el presidente venezolano anuncia el restablecimiento de las relaciones militares. Ambos países han tenido una larga historia de desencuentros (que el lector puede encontrar fácilmente en Google). Basta recordar, solamente, la grave crisis del año 2010, cuando gobernaban Hugo Chávez y Álvaro Uribe.

Esto de la hermandad venezolana-colombiana, como dijo Petro, suena más a oportunismo político que a sincera amistad. Por eso la oposición lo acusa, sin dejar de tener razón, que el episodio Trump-Maduro no es más que un volador de luces para desviar la atención de la crisis interna que vive el país.

De todas maneras, hermanos o no, a mi modo de ver Gustavo Petro no me parece que tenga las cualidades para ser el vocero de la región. Y, si hubiera uno, tengo certeza de que no sería él.