
(escribe Sergio Pérez) En una reciente intervención radial, el músico y comunicador Roberto Petinato confesó abiertamente su incomodidad ante el folklore, admitiendo que le avergüenza y —más aún— le avergüenza esa misma vergüenza. Su testimonio, lejos de ser una mera provocación mediática, puso en evidencia una grieta sensible y silenciosa que recorre no solo la sociedad argentina, sino también la uruguaya y la latinoamericana: la dificultad de reconocerse en lo propio, el peso de la autonegación cultural, el problema de la identidad cuando lo nacional y lo popular resultan incómodos o, incluso, “vergonzantes”.
Este fenómeno, observable tanto en la recepción de la música de raíz como en otras manifestaciones culturales, tiene raíces profundas y múltiples aristas. Para comprenderlo es necesario ir más allá de la reacción inmediata y examinar cómo opera la construcción de la vergüenza y el rechazo hacia lo folklórico, desde la psicología social, la antropología y las teorías del patrimonio.
En términos psicológicos, la vergüenza no es solo una emoción individual, sino un hecho social, como lo definió Erving Goffman. Surge cuando hay un desfase entre la autoimagen y los mandatos del entorno. En el caso de Petinato —y en tantos otros—, la vergüenza aparece ante la expectativa de admirar el folklore como “lo auténtico”, como raíz de la identidad colectiva. Pero ese mandato choca con vivencias personales, trayectorias urbanas o con el peso de un modelo de modernidad que ha enseñado a muchos a mirar el folklore —el charango, la quena, el bombo— como una reliquia o un estereotipo antes que como un territorio afectivo propio.
La analogía de Petinato, “el abrazo desnudo de tu propia madre”, expresa ese rechazo a la intimidad cultural; lo propio aparece demasiado cerca, demasiado directo, despojado de los ropajes con que solemos disfrazar lo nacional para que sea aceptable ante los demás y ante nosotros mismos. Aquí el folklore se vuelve síntoma de una incomodidad identitaria: revela la imposibilidad de abrazar sin pudor aquello que nos constituye.
La antropología nos ayuda a comprender cómo se produce esta fractura. Alejandro Grimson advierte que en América Latina existen fronteras culturales internas, líneas invisibles que separan “lo nuestro” de “lo ajeno”, incluso al interior de una misma sociedad. Estas fronteras no son meramente geográficas o económicas; son simbólicas y profundamente históricas. El folklore, como señala Grimson, es muchas veces representado como el reservorio de la “verdadera cultura nacional”, pero a la vez es colocado en un lugar subalterno, convertido en mercancía para turistas, decorado para festivales, o despreciado por las élites urbanas.
Este proceso responde a lo que Ernest Gellner llamó “homogeneización cultural forzada”: los Estados-nación modernos, para construir una ciudadanía uniforme, imponen ciertas formas culturales (el folklore incluido) pero desactivan su potencial crítico y vital, relegándolo a lo pintoresco o a lo exótico. Así, lo folklórico deja de ser un campo vivo de creación y pertenencia para transformarse en un símbolo vacío o una pieza de museo.
Por su parte, Benedict Anderson, al hablar de las “comunidades imaginadas”, muestra cómo la nación se construye a través de relatos compartidos que, sin embargo, excluyen tantas veces las voces, los ritmos, los acentos que incomodan al relato dominante. En ese imaginario, el folklore queda congelado en el tiempo, perdiendo su poder de interpelar y de renovarse, y quienes lo practican fuera de los circuitos comerciales suelen quedar marginados, silenciados o ignorados.
El folklore en disputa: patrimonio, espectáculo y exclusión
Resulta clave, entonces, revisar la relación entre folklore, patrimonio y mercado cultural. La patrimonialización de las expresiones populares —es decir, su conversión en “bienes patrimoniales”— no siempre implica reconocimiento ni inclusión real. Como advierte Laurajane Smith, el patrimonio es un proceso de selección y exclusión: lo que se consagra como patrimonio suele ser lo que encaja en los relatos oficiales, mientras que otras formas de expresión, o modos de vivir lo folklórico, permanecen en los márgenes.
Hoy, en el mundo del espectáculo, el folklore comercial se disfraza para entrar en los escenarios y en los medios, adoptando estéticas que lo acercan al pop o lo vacían de contenido para hacerlo más digerible. En ese proceso, muchos músicos de raíz quedan fuera del circuito, enfrentando la doble exclusión: por parte de quienes consideran el folklore “vergonzante” y por parte de los que lo reducen a un simple show.
Pero si el folklore incomoda, es precisamente porque aún tiene potencia: porque pone en cuestión las jerarquías, los relatos unívocos y los lugares asignados a cada cual. Su incomodidad es, en última instancia, una invitación a revisar qué significa ser parte de una comunidad, a repensar la cultura como campo de lucha y negociación, no como un conjunto de esencias fijas.
El testimonio de Petinato, leído desde estas claves, nos interpela a todos: ¿qué nos pasa con lo nuestro? ¿Por qué a veces abrazamos con mayor facilidad lo ajeno, lo cosmopolita, lo importado, mientras sentimos pudor ante nuestras propias raíces? ¿Cuánto hay de construcción histórica y de imposición simbólica en ese rechazo? ¿Cuánto tiene que ver con los modos en que la cultura se gestiona, se vende y se consume hoy?
No nos interesa juzgar a quienes sienten esa incomodidad, sino poner en cuestión el modo en que la cultura —y el folklore en particular— ha sido narrada, administrada y, tantas veces, despojada de sentido. Reconocer la fractura no implica resignación; es, por el contrario, el primer paso para pensar una cultura más hospitalaria, menos avergonzada de sí, capaz de abrir espacios a la diferencia y a la creatividad real.