
(escribe prof. Alejandro Carreño T.) El 8 de enero de 2023 no se borra y ahora el Tribunal Supremo de Brasil lo imputará, atendiendo a la acusación de la Fiscalía que lo acusa de golpista por los acontecimientos del mencionado 8 de enero, relacionados con los ataques al ataque a la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia (Supremo Tribunal Federal, Palacio del Congreso Nacional y Palacio Presidencial de Planalto). Junto con él, otros siete aliados suyos se encuentran en la mira de la Justicia.
El juez relator, Alexandre de Moraes dijo que las pruebas presentadas por la Fiscalía “son pruebas razonables que sustentan la denuncia”, pues Bolsonaro “conocía, manejaba y discutía el borrador” que planificó el golpe. Y refutó la defensa del expresidente que dijo que se trataba de personas mayores de edad y religiosas. La ironía del juez, desnuda tales argumentos: “No se ve ninguna Biblia” y “No se ve un domingo en el parque”, aludiendo a los videos presentados que dan cuenta de la violencia de los hechos.
La decisión adoptada por el Tribunal Supremo de Brasil el miércoles pasado, deja a Jair Bolsonaro y sus aliados, entre otros los exministros Augusto Heleno (Seguridad), Walter Braga Netto (Defensa), Paulo Sérgio Nogueira y Anderson Torres (Justicia), literalmente tiritando, puesto que, de ser hallados culpables de los delitos que se les imputan, arriesgan penas de hasta cuarenta años de cárcel. El juez Alexandre de Moraes, uno de los cinco que integran la primera sala de la Corte, es considerado enemigo acérrimo del bolsonarismo.
¿Cuáles son estos delitos? Rebelión, atentado contra las autoridades e intento de golpe de Estado. Es decir, de acuerdo con la acusación, Jair Bolsonaro lideró una organización criminal cuyo propósito fue impedir la investidura del presidente Luiz Inácio Lula da Silva que lo derrotó por una cabeza en las elecciones de octubre de 2022. En el horizonte del expresidente y sus aliados solo se divisa la oscuridad. El peso de la noche cae sobre ellos, a pesar de los intentos del abogado defensor, por sacar del camino a de Moraes, lo que fue rechazado por el Tribunal Supremo.
Con todo, Bolsonaro no ceja y acusa persecución política: “Se trata de la mayor persecución político-judicial de la historia de Brasil, motivada por deseos inconfesables, vanidades y claros intereses políticos de impedir que participe y gane las elecciones presidenciales de 2026”. Y desliza graves acusaciones que intentan comprometer de lleno a la misma Justicia que ahora lo juzgará: “¿Haría lo mismo la Corte Suprema si el acusado fuera otro expresidente?”. Una pregunta que juega con hipótesis.
Pero luego alude lo que a su juicio son hechos concretos: “El momento “conveniente” de estos cambios muestra que la regla fue creada para mí y, después de mí, puede volver a cambiar. Peor aún: en el caso de mi oponente (por Lula), la Corte Suprema anuló todo, ¡diciendo precisamente que no se había seguido el foro competente!”, declaró tras denunciar lo que ha calificado de “casuística más escandalosa de la historia del Poder Judicial brasileño”.
En realidad, el caso Bolsonaro es un intrincado laberinto de poder y ambición que ha polarizado a la sociedad brasileña y comprometido la propia democracia, siempre frágil y siempre lista para ser devorada por el mecanismo político del gigante latinoamericano. Sin embargo, un hecho es irrefutable: hubo un atentado a los tres Poderes del Estado provocado por huestes bolsonaristas, y las evidencias de la investigación que comprometen al expresidente y sus aliados.
La defensa de Bolsonaro, fundada en lúdicas hipótesis (“¿Haría lo mismo la Corte Suprema?”), y en comparaciones que lo alejan de las acusaciones que se le imputan, dudando, además, de la propia idoneidad de la Justicia, parece más bien la defensa de un loco o de alguien que se tiene una fe mesiánica, pero que al mismo tiempo tiene conciencia de las limitaciones de sus argumentos y, quién sabe, hasta conciencia de su culpa.
Por eso tirita.