(escribe Azul Cordo) Ruy Zurita es un arqueólogo forense tucumano de 50 años que, cada tanto, aclara que se olvida de nombres, caras y contraseñas. Esto no fue un problema para transformarse en una especie de detective del pasado reciente, yendo tras las pistas que pueden dejar miles de huesos, botellas de vidrio, chapitas de refrescos de los años 70, un diente de oro.
Esas piezas arqueológicas las encontró junto al equipo del Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán (CAMIT) en el Pozo de Vargas, la inhumación clandestina de detenidos desaparecidos más grande de Argentina. El CAMIT es una ONG integrada por peritos e investigadores formados en la Universidad Nacional de Tucumán.
Algunos miembros del equipo cuentan con más de 20 años de experiencia en causas forenses vinculadas a crímenes de lesa humanidad protagonizados en la provincia de Tucumán durante el período comprendido entre 1975 y 1983.
Es la primera vez que Ruy visita Uruguay. Durante el fin de semana que pasó en la ciudad compartió largas jornadas conversando con sus colegas del Grupo de Investigación en Antropología Forense de Uruguay (GIAF) y con quienes integran la Comisión Memoria, Justicia y contra la Impunidad de Soriano.
Zurita participó en la Mesa redonda sobre Búsqueda de personas desaparecidas por el terrorismo de Estado el viernes 6 de diciembre contando las particularidades del Pozo de Vargas, inhumación clandestina y centro clandestino de detención ubicado en una finca privada, descubierto a partir de las pistas que daban los relatos orales de vecinos que mencionaban ciertos movimientos en el campo de los Vargas donde, al menos entre 1975 y 1977, se tiraron cuerpos humanos a un pozo de agua de tres metros de diámetro por 39 de profundidad.
El pozo es una construcción subterránea de mampostería de fines del siglo XIX, una vieja fosa ubicada en un campo al límite entre Tafí Viejo y la capital provincial, San Miguel de Tucumán. Fue construida para proveer de agua a las antiguas locomotoras a vapor.
Cuando encontraron el pozo, en abril de 2002, estaba cubierto con limoneros. Los arqueólogos demoraron un par de años en destapar esa fosa común. Atravesaron tres napas sacando escombros, cal, chapitas de refrescos, botellas de químicos. Colocaron un ascensor. Bajaron a las profundidades y entre los restos había militantes del PRT-ERP y Montoneros, Luis Falú (hermano del músico Juan Falú), el vicegobernador Dardo Molina secuestrado el 15 de diciembre de 1976, trabajadores azucareros de la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera (FOTIA).
“El pozo es profundamente político”, dice Zurita, que recuerda cuando asumió Domingo Bussi como gobernador de facto, en diciembre de 1975, y remarcó que no le habían dejado “nada por hacer”, ante las desapariciones masivas de militantes. Es que Tucumán fue un “laboratorio” del modelo represivo que traería la dictadura argentina desde marzo de 1976, con secuestros, torturas, creación de centros clandestinos de detención y desapariciones desde 1974. Con planificaciones como el Operativo Independencia en 1975 y el Operativo Independencia II desde 1976. Tras aniquilar y desmembrar las militancias armadas, fueron por la persecución de gremialistas, mediante listas presentadas por el empresariado de los ingenios azucareros a los represores y sus patotas. De los 149 hallazgos, “encontramos 26 personas del mundo azucarero y diez del mundo ferroviario”.
Aunque los militares taparon con escombros, cal y fuego, el agua y su humedad permitieron conservar muy bien las miles de piezas que fueron personas. “El agua protegió los huesos y la ropa”, dice Ruy sobre el Pozo de Vargas donde “cada centímetro era una escena del crimen”. Por cada desaparecido encontrado, han plantado un árbol en el predio. Como hizo Josefina, la hija de Dardo Molina, que en 2014, una semana después de saber que habían identificado a su padre, plantó un lapacho y puso unos cencerros como llamadores, “para que sean más los que se vayan identificando”.
Así como aquí el GIAF entrevista a familiares de desaparecidos para tener detalles de sus vidas, datos que puedan servir para buscar pero, sobre todo, para identificarlos, el CAMIT también entrevista y completa formularios con familiares.
Zurita dijo que también entrevistó a más de 200 personas para reconstruir cómo funcionaba el Pozo De Vargas. Por los movimientos desplegados en ese territorio pudieron concluir que ese predio también funcionó como centro clandestino de detención y tortura.
La excavación por dentro del Pozo de Vargas ya terminó. El espacio se puede recorrer junto a integrantes del CAMIT. Pero esperan avanzar con excavaciones por afuera del pozo, donde ya han encontrado algunos huequitos y estructuras que podrían dar más pruebas de cómo operó el terrorismo de Estado en ese lugar.
Esos olvidos que dice tener Ruy, tampoco lo afectaron para aprovechar sus conocimientos como liceal recibido de maestro mayor de obras y reconstruir –con dibujos a mano, croquis dibujados por testigos y sobrevivientes y planos digitales superpuestos a fotos aéreas de mala calidad– cómo eran los tabiques de los galpones militares de la Compañía de Arsenales para entender cómo funcionó ese otro centro clandestino de detención en Tucumán entre 1976 y 1978.
El trabajo diario del CAMIT ha sido y es un insumo clave como pruebas forenses del genocidio cometido en Argentina. De esta manera, los arqueólogos han sido contratados (de manera precarizada como monotributistas) como peritos judiciales por el Consejo de la Magistratura de la Nación. Han pasado diversos gobiernos y jueces. Han estado sin cobrar por más de dos años. Actualmente cobran un 50 por ciento del salario que percibían en 2023. A pesar de eso, varios del equipo fundador continúan su tarea, trabajando además como investigadores científicos del Conicet y como docentes.
En el equipo del CAMIT han diversificado tareas y profundizado en distintas líneas de investigación, según las pasiones que cada integrante ha desarrollado en estos años de búsqueda. Una búsqueda a contracorriente de decisiones políticas que los privaron de recursos materiales y humanos. Entonces, alguno se ha dedicado a leer mapas y cartografías, otro a reconstruir las historias de los aparecidos a partir las prendas que encontraron (una blusa estiradas por un posible embarazo con cortes de objetos punzantes en la tela; una camisa azul con una manga atada con nuditos pendiendo de un hilo). Haber encontrado varias cintas en el pozo hacía sospechar de un posible grupo secuestrado con esa modalidad por una patota. Zurita comentó que hicieron un “análisis estilístico” de las cintas y esa hipótesis que crecía la confirmó un cráneo que encontraron con la cinta puesta.
Los arqueólogos también hacen visitas guiadas en el sitio y, si hay niños, suelen pedirles que dibujen lo que vieron. Los registros en crayolas de abuelas desaparecidas que se volvieron ángeles, son solo un ejemplo de lo epifánica que puede volverse la lucha por verdad y justicia.
Su trabajo ramifica eso que alguna vez la coordinadora del GIAF, Alicia Lusiardo llamó “hacer el relato inverso”: reconstruir cómo llegó ahí ese compañero para devolverle el nombre, que es devolver su historia para inscribirla en la memoria colectiva.
(*) Miembros del Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán trabajando en el Pozo de Vargas. Foto: CAMIT.