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21 de August del 2024 a las 15:17 -
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La sabiduría en la era de la inmediatez: reflexiones sobre el valor del conocimiento
En un tiempo donde la velocidad parece ser el rasgo definitorio de la existencia humana, donde la inmediatez es la norma y la espera una molestia insoportable, el valor del conocimiento profundo y pausado se ha convertido en un tesoro en peligro de extinción

(Escribe Sergio Pérez) . Alejandro Dolina, en su lúcido y mordaz texto "Los garrones de la cultura", nos invita a una reflexión necesaria sobre esta tendencia a sacrificar el proceso en pos de un resultado inmediato, desnudando las carencias de una sociedad que parece haber olvidado el gozo intrínseco del aprendizaje.
Dolina despliega, con su inconfundible ironía, una crítica mordaz hacia esa voracidad por el conocimiento acelerado, ofrecido en cápsulas de cursos rápidos y certificaciones exprés que prometen sabiduría instantánea sin esfuerzo alguno. En su texto, nos confronta con una pregunta incómoda pero esencial: ¿Qué estamos dispuestos a sacrificar en nombre de la rapidez? La respuesta, tan evidente como inquietante, es que estamos renunciando a la profundidad, al detalle, al verdadero entendimiento de las cosas.
La educación, tradicionalmente concebida como un proceso largo y complejo, es ahora vista como un trámite más que resolver en el menor tiempo posible. Vivimos en una era en la que lo inmediato y lo fácil tienen un atractivo innegable, mientras que el esfuerzo sostenido y el tiempo invertido en el aprendizaje son vistos casi como desperdicios. Sin embargo, Dolina nos recuerda que "aprender es hermoso y lleva la vida entera". En estas palabras, encontramos una verdad que choca frontalmente con el zeitgeist  (espíritu del tiempo) de nuestra época: la sabiduría no se adquiere en un par de semanas ni se certifica con un diploma, sino que se construye lenta y pacientemente a lo largo de toda la vida.
El autor no se detiene en la simple denuncia de una tendencia; va más allá, sugiriendo que este afán por la inmediatez no solo afecta la calidad del conocimiento, sino que también corrompe el carácter humano. En su análisis, aquellos que buscan obtener mucho sin entregar nada a cambio son "garroneros de la vida", oportunistas que rehúyen el sacrificio necesario para alcanzar la verdadera excelencia. En este punto, Dolina se adentra en una crítica filosófica que trasciende el ámbito educativo para tocar las fibras de la ética individual y colectiva.

En una sociedad donde el éxito se mide por la rapidez con que se alcanza y no por la calidad del proceso, ¿qué nos queda? Dolina nos invita a repensar nuestras prioridades, a desacelerar en aquellos aspectos de la vida que lo merecen, a saborear el placer del conocimiento adquirido con esfuerzo, a resistir la tentación del "triunfe rápidamente". Porque, en última instancia, no se trata de llegar primero, sino de llegar con sabiduría, con una comprensión profunda y real del mundo y de nosotros mismos.
Este llamado a la reflexión no es solo una crítica al sistema educativo o a las tendencias culturales actuales; es, sobre todo, una invitación a reevaluar nuestra relación con el tiempo, con el aprendizaje y con la vida misma. En un mundo que avanza a toda prisa, es fundamental recordar que no todo puede ni debe acelerarse. Hay placeres, conocimientos y experiencias que, por su naturaleza, demandan lentitud, atención y un compromiso sostenido. Y es en esa dedicación donde reside la auténtica riqueza del espíritu humano.

 

LOS GARRONES DE LA CULTURA

Alejandro Dolina

Los cirujanos, los sacamuelas, los locutores, los periodistas y los actores de teatro - que son, como se sabe, los espíritus rectores de la opinión filosófica- han dicho miles de veces que la característica más notable de nuestro tiempo es la velocidad.

Algunas personas sensibles suelen quejarse amargamente de este hecho, afirmando que nuestros galopes existenciales levantan demasiada polvareda. No les falta razón a estos sofocados pensadores, deseosos de resuello.

Pero hay que decir en defensa de la velocidad, que hay ocasiones en que no causa daño ninguno y hasta ayuda a hacer la vida un poco mejor. Por ejemplo, no es malo que el subterráneo tarde 20 minutos entre Chacarita y Leandro Alem, en vez de dos horas. Tampoco es malo reducir las tardanzas de un avión que va a París. Y es mejor curarse alguna peste en dos días que en un año. La velocidad nos ayuda a apurar los tragos amargos. Pero esto no significa que siempre debamos ser veloces. En los buenos momentos de la vida, más bien conviene demorarse. Tal parece que para vivir sabiamente hay que tener más de una velocidad. Premura en lo que molesta, lentitud en lo que es placentero.

Entre las cosas que parecen acelerarse figura -inexplicablemente- la adquisición de conocimientos. En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos institutos y establecimientos que enseñan cosas con toda rapidez: haga el bachillerato en seis meses, vuélvase perito mercantil en tres semanas, avívese de golpe en cinco días, alcance el doctorado en diez minutos.

Muchas veces me he imaginado estos cursos bajo la forma de una película filmada a cámara rápida, con alumnos atropellándose en los pasillos, permisos para ir al baño denegados y capítulos de la historia groseramente mutilados. Capítulo seis: los fenicios. Los fenicios eran un pueblo de mercaderes, etcétera. Capítulo siete: Grecia. Los griegos inventaron la tragedia, las cariátides, etcétera. Capítulo veinte: La Edad Contemporánea. La Edad Contemporánea comienza con la Revolución Francesa y todavía sigue, etcétera.

Calculo que el asunto no será tan grave. Supongo que se tratará de conseguir la máxima concentración mental por parte del alumno. Supongo también que no se perderá tiempo en tonterías. De todos modos, no sé si esto es suficiente para reducir el tiempo de un aprendizaje a la quinta parte. Quizá se supriman algunos detalles. ¿Qué detalles? Desconfío.

Yo he pasado siete años de mi vida en la escuela primaria, cinco en el colegio secundario y cuatro en la universidad. Y a pesar de que he malgastado algunas horas tirando tinteros al aire, fumando en el baño o haciendo rimas chuscas, puedo decir que para aprender las pocas destrezas que domino tuve que usar intensamente la pensadora. Y no creo que ningún genio recorra en un ratito el camino que a mí me llevó decenios.

¿Por qué florecen estos apurones educativos? Quizá por el ansia de recompensa inmediata que tiene la gente. A nadie le gusta esperar. Todos quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable característica que viene acompañando a los hombres desde hace milenios.

A causa de este sentimiento algunos se hacen chorros. Otros abandonan la ingeniería para levantar quiniela. Otros se resisten a leer las historietas que continúan en el próximo número.

Por esta misma ansiedad es que tienen éxito las novelas cortas, los teleteatros unitarios, los copetines al paso, las señoritas livianas, los concursos de cantores, los libros condensados, las máquinas de tejer, las licuadoras y en general, todo aquello que nos ahorre la espera y nos permita recibir mucho entregando poco.

Todos nosotros habremos conocido un número prodigioso de sujetos que quisieran ser ingenieros, pero no soportan las funciones trigonométricas. O que se mueren por tocar la guitarra, pero no están dispuestos a perder un segundo en el solfeo. O que le hubiera encantado leer a Dostoievsky, pero les parecen muy extensos sus libros.

Lo que en realidad quieren estos sujetos es disfrutar de los beneficios de cada una de esas actividades, sin pagar nada a cambio. Quieren el prestigio y la guita que ganan los ingenieros, sin pasar por las fatigas del estudio. Quieren sorprender a sus amigos tocando "Desde el Alma" sin conocer la escala de si menor. Quieren darse aires de conocedores de literatura rusa sin haber abierto jamás un libro. Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece. Y sin embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos acelerados de cualquier cosa. Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente. Gane mucho vento sin esfuerzo ninguno.

No me gusta. No me gusta que se fomente el deseo de obtener mucho entregando poco. Y menos me gusta que se deje caer la idea de que el conocimiento es algo tedioso y poco deseable. No señores: aprender es hermoso y lleva la vida entera. El que verdaderamente tiene vocación de guitarrista jamás preguntará en cuánto tiempo alcanzará a acompañar la zamba de Vargas. "Nunca termina uno de aprender" reza un viejo y amable lugar común. Y es cierto, caballeros, es cierto.

Los cursos que no se dictan

Aquí conviene puntualizar algunas excepciones. No todas las disciplinas son de aprendizaje grato. Y en alguna de ellas valdría la pena una aceleración. Hay cosas que deberían aprenderse en un instante. El olvido, sin ir más lejos. He conocido señores que han penado durante largos años tratando de olvidar a damas de poca monta (es un decir). Y he visto a muchos doctos varones darse a la bebida por culpa de señoritas que no valían ni el precio del primer Campari. Para esta gente sería bueno dictar cursos de olvido. Olvide hoy, pague mañana. Así terminaríamos con tanta canalla inolvidable que anda dando vueltas por el alma de la buena gente. Otro curso muy indicado sería el de humildad. Habitualmente se necesitan largas décadas de desengaños, frustraciones y fracasos para que un señor soberbio entienda que no es tan pícaro como él supone. Todos -el soberbio y sus víctimas- podrían ahorrarse centenares de episodios insoportables con un buen sistema de humillación instantánea.

Hay -además- cursos acelerados que tienen una efectividad probada a lo largo de los siglos. Tal es el caso de los sistemas para enseñar lo que es bueno, a respetar, quién es uno, etcétera. Todos estos cursos comienzan con la frase "Yo te voy a enseñar" y terminan con un castañazo. Son rápidos, efectivos y terminantes.

Elogio de la ignorancia

Las carreras cortas y los cursillos que hemos venido denostando a lo largo de este opúsculo tienen su utilidad, no lo niego.

Todos sabemos que hay muchos que han perdido el tren de la ilustración y no por negligencia. Todos tienen derecho a recuperar el tiempo perdido. Y la ignorancia es demasiado castigo para quienes tenían que laburar mientras uno estudiaba. Pero los otros, los buscadores de éxito fácil y rápido, no merecen la preocupación de nadie. Todo tiene su costo y el que no quiere afrontarlo es un garronero de la vida. De manera que aquel que no se sienta con ánimo de vivir la maravillosa aventura de aprender, es mejor que no aprenda.

Frecuento a centenares de personas bondadosas, sensibles y llenas de virtud que desconocen minuciosamente el teorema de Pitágoras. Después de todo, es preferible ser ignorante a ser estúpido. Más aún cuando la estupidez es el producto de una mala educación. Oscar Wilde vio mejor que nadie este asunto de la estupidez ilustrada. "Hay hombres llenos de opiniones que son absolutamente incapaces de comprender una sola de ellas". Tenía razón el irlandés. Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el establecimiento de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos y en las estaciones del subterráneo. Aprenda a tocar la flauta en cien años. Aprenda a vivir durante toda la vida. Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la felicidad, ni el dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos sobresaltos del aprendizaje.

Así, al final de este recorrido por las ideas de Dolina, nos queda una lección clara y contundente: la verdadera sabiduría no se mide en diplomas ni en títulos, sino en la capacidad de disfrutar cada paso del camino del conocimiento. En un mundo que idolatra la velocidad, aprender a saborear la lentitud se convierte en un acto de resistencia y, al mismo tiempo, en la única vía hacia la auténtica comprensión. ¿Estamos dispuestos a aceptar este desafío? ¿A reivindicar el valor del aprendizaje lento en una era que nos empuja constantemente a correr? La respuesta, como el verdadero conocimiento, no puede ser inmediata; necesita ser madurada, reflexionada, vivida. Solo entonces, estaremos más cerca de la sabiduría.


 Zeitgeist es un término de origen alemán que se traduce literalmente como "espíritu del tiempo". Se refiere a la idea general, el ambiente intelectual, moral y cultural que caracteriza una época particular. Es el conjunto de creencias, ideas y valores que predominan en un momento específico de la historia, influenciando la forma en que las personas piensan, sienten y actúan.

Por ejemplo, el zeitgeist de la década de 1960 en muchos países occidentales estuvo marcado por el movimiento de contracultura, los derechos civiles, y el rechazo a las normas sociales tradicionales. El término se utiliza a menudo en discusiones filosóficas, sociológicas y culturales para analizar cómo el contexto de una época específica moldea la conciencia colectiva de una sociedad.

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