Todos rondábamos entre los diez y quince años de edad, unos más otros menos, por ahí andábamos.
El sitio existente en aquellos años en la calle Giménez casi Rincón (hoy Pozzolo), nos servía de lugar donde pasar gran parte de nuestras horas libres. Después de la escuela para algunos, otros ya con un poco más de edad, tenían algún trabajito de “mandadero” en algún boliche del barrio, o en algún comercio grande.
Cuando podíamos, todos al “sitio”. Era nuestro refugio, lugar de planificación de actividades y por sobre todo era nuestra canchita, donde los picados duraban horas.
Más o menos serian 20 metros por 15, no era muy grande, pero de allí salieron muchos crack de fútbol.
Al este, el límite era el edificio de la sub estación de UTE y un tejido todo el largo hasta el terreno de la familia Trabanco que lindaba por el sur.
Por el oeste estaba doña Pancha y un paredón que también moría en el sur con el terreno antes descripto.
A doña Pancha la teníamos tan cansada, que terminó por no darnos la pelota. Muchas veces nos metíamos sin permiso y la rescatábamos, pero cuidado si nos agarraba adentro.
En el sur, los Trabanco no tenían problema. El problema era para nosotros, porque estaba “el Sargento”, un pastor alemán todo negro, que mamita, imponía respeto.
Con los demás vecinos, no había problemas.
En ese predio tan chico, en ese pedacito de tierra, donde empezábamos cinco para cada lado y al rato jugábamos quince o más para cada lado. Sin darnos cuenta, por orden de llegada, iban agregándose uno para cada lado, eso era de ley.
La pelota siempre casera, con medias de nuestras madres, rellenas de trapos, pero había manos de alfareros que las dejaban bien redonditas y duras. El problema, era cuando se mojaba y se deformaba. Si te pegaba, te dejaba su marca y varios días dolorido. Nos gustaba jugar en el barro, ahí aparecían los habilidosos y las tomadas de pelo que muchas veces terminaban en “guanteada”.
La pelota estaba en el medio, era la única vez que se sacaba del medio. Los arcos eran piedras grandes o hechos con la ropa de los jugadores.
El, parado en el lado izquierdo de su cuadro, flaco, camisa desprendida, pantalones arremangados hasta la mitad de la canilla. Tenía una lucha permanente con su pelo que se le venía a la cara y se lo tenía que acomodar con la mano zurda.
Empieza el picado, ahí la agarra El como un bailarín y nosotros de madera a querer quitarle la de trapo. Lo empujábamos, lo agarrábamos, le pegábamos y parecía peor, se divertía con nosotros. Por los “caños”, por el costado, corría y frenaba y todos a prenderse del alambrado, o a poner las manos, para no darnos contra el paredón.
El tipo, con esa sonrisa burlona: “bobo cerrar las piernas”, “ojo que te peino”, “chau me voy por acá”, la tocaba por el costado y se iba nomas.
No solo nos calentábamos los contrarios, los compañeros también, porque no se la prestaba a nadie. Salvo a su compadre, también zurdo, el Negro Cufré.
Entre los dos se hacían la fiesta, a pesar de que también había otros muy buenos. Pero estos se divertían.
Con el tiempo, ya más crecidos, comenzábamos a frecuentar la cancha del club del barrio, Sud América.
Era de 11 jugadores, de un lado la raya lindaba con matorrales y uñas de gato. Del otro lado, a lo largo, unos toronjos y árboles que servían de vestuario. En la cabecera sur, un gran coronilla nos resguardaba del frio y el sol. Atrás de los toronjos, el arroyo Dacá, piscina de refresco en verano y chuchos en invierno cuando se nos iba la pelota al agua, la pasión podía más y había que tirarse.
En esa cancha, con más espacio, con su zurda y la velocidad, era peor para nosotros, ya no le llegábamos ni para pegarle una patada. Nos mostraba la pelota y la sacaba cuando parecía que ya era nuestra. Frenaba, un “caño”, corría rápido, otro freno, “Cioca” decía. Así nos tuvo gran parte de nuestra vida de futbolistas de campitos.
Un día, no se sabe por qué, creo que alguien del club nos retó. Como todo joven, nos enojamos y tomamos una decisión drástica, “tendremos cancha propia”.
No esperamos mucho tiempo, y decidimos por un predio que había en la cabecera sur del Puente Caviglia, cruzando la ruta. Era grande y también lindaba con el arroyo Dacá.
Estaba muy sucio, lleno de chircas, pajas etc. Pero no hay nada que detenga a la juventud, marchamos días con palas, azadas y
otras herramientas. Lo limpiamos y marcamos la cancha con medidas reglamentarias. Para los arcos hicimos incursiones a la isla Pichón, jornadas de días enteros ya que los teníamos que traer por el rio, la locomoción era la chalana de Kolino y no podíamos traer todos los palos en un viaje.
Quedó terminada y la inauguramos con un picado rabioso.
Ya el compadre de “Pochila” no estaba, se lo llevó el profesionalismo, primero un pasaje por un cuadro de la A, selección de Soriano y Montevideo.
Pero tendría otro socio que también lo entendía de maravillas, aunque este socio era más de conjunto. El Gordo Carrito Pedrozo, enorme jugador, exquisito. Tuya Pochila, y Pochila volaba por la zurda, camisa desprendida y la lucha interminable con su jopo.
Fue aquella virtud del Gordo, que le pegaba como un crack a la pelota, que lo dejó solo a Pochila con la pelota picando delante de él. Sin darse cuenta que al costado estaba Uruguay Castro, Pochila sacó su zurda que nunca llegó a la pelota. Los dos estaban descalzos, Uruguay quiso trancar, pero no llegó y si a la pierna. Se sintió un chasquido como cuando se quiebra una tabla. Y el grito de Pochila “toy quebrado, toy quebrado” y cayó al suelo.
Creo que todos nos sorprendimos y lo rodeamos sin saber qué hacer. Los más experientes, querían demostrarle que no estaba fracturado.
Se agarraba la pierna y le decían “a ver mové los dedos” algo movía y le decían. “no que vas a estar quebrado”. Creo que lo que todos queríamos, era no convencernos de la fractura.
Hubo alguien que lo alzó y se mandó la broma de querer tirarlo al arroyo, pero fue el amague nada más. Todos sabíamos que Pochila no sabía nadar.
Lo cargamos en la única locomoción que había, la bicicleta de Yamandú, asi lo trajo a la casa.
Cuando llegamos al barrio, ya lo habían llevado al hospital, doble fractura nos dijeron y nos resignamos.
Cuando lo trajeron, previa estadía en reposo para enyesarlo, su casa era el amontonamiento de muchachos para firmarle el yeso, dibujarle algo y reírnos de las ocurrencias del momento aquel y convencerlo de que no estaba quebrado. Alguien, visitándolo en el hospital, sin tener todavía el yeso, se le sentó arriba de la pierna rota.
Así perdimos al Cioca del campito, por qué nunca más jugó al futbol, nos acompañó pero a mirar de afuera.
Cabe acotar que Cioca era un jugador de Nacional de Montevideo y de la selección uruguaya, al que le decían el Mago.
Goerin Arballo. Febrero 2017.
Voz: Federico Marotta, a quien agradecemos que nos enviara este hermoso relato.