(escribe Sergio Pérez) Vivimos en una época en la que se asume que, porque nos dedicamos a crear, expresar emociones o plasmar visiones estéticas, no deberíamos preocuparnos por cuestiones monetarias. Este modo de pensar no solo trivializa el arduo trabajo que hay detrás del arte, sino que también socava la sostenibilidad de nuestra cultura.
En primer lugar, debemos entender que el arte no es un mero acto de inspiración espontánea. Es el resultado de innumerables horas de práctica, estudio e investigación. Aunque la pasión pueda ser nuestro motor, el tiempo y el esfuerzo que invertimos merecen ser reconocidos y valorados. Negarnos el derecho a monetizar nuestro arte es trivializar toda la dedicación y la formación que hay detrás. Además, somos, en cierta medida, embajadores culturales. Nuestro arte contribuye al enriquecimiento de la sociedad y cobrar por él nos permite continuar haciéndolo.
Ahora bien, cómo valoramos nuestro trabajo es otra cuestión que requiere atención. Es crucial hacer un estudio de mercado para entender qué tarifas se están manejando en nuestro sector. Pero esto es solo un punto de partida. Cada obra que creamos es única y debe valorarse como tal. Debemos ser conscientes de que el precio es lo que se paga, pero el valor es lo que se obtiene. Muchas veces, el impacto cultural o emocional de una obra supera ampliamente su precio de mercado. Ser transparentes sobre nuestras tarifas no solo elimina la incomodidad en las negociaciones, sino que también sienta un precedente para trabajos futuros. No debemos temer justificar nuestro precio; nuestro tiempo, formación y habilidades tienen un valor que debe ser reconocido.
Mantener nuestra autenticidad es otra pieza clave del rompecabezas. Existe una línea muy fina entre adaptarnos a las demandas del mercado y perder nuestra originalidad. Dirigirnos a un público objetivo que realmente aprecie lo que hacemos es más sostenible y gratificante a largo plazo que intentar complacer a un público más comercial pero menos comprometido. Nuestra voz es única, y eso es lo que nos hace valiosos en el mundo del arte. No debemos permitir que la presión por monetizar nos lleve a comprometer nuestra integridad creativa.
En este mundo contemporáneo, la independencia artística no es una utopía; es una realidad completamente alcanzable. Gracias a las herramientas de producción y difusión democratizadas, ya no es necesario alinearnos con grandes empresarios o conglomerados para ganarnos la vida con nuestro arte. Optar por la vía independiente es, en muchos casos, una declaración de principios. Es una forma de resistir activamente contra la mercantilización del arte, manteniendo nuestra autenticidad y el valor cultural por encima del éxito comercial efímero.
En conclusión, ya sea que optemos por un camino independiente o decidamos colaborar con entidades más grandes, la clave está en no perder nuestra esencia y convicción artística. El arte es tanto una extensión de quienes somos como un pilar de la cultura en la que vivimos. Tenemos la responsabilidad de preservar su integridad y contribuir al legado cultural, ya sea como individuos autónomos o como parte de estructuras más grandes. En ambos casos, el objetivo final debe ser el mismo: crear un arte que tenga un impacto significativo y duradero, y que sea justamente valorado.