
(escribe prof. Alejandro Carreño T.) El domingo 7 de mayo fueron las elecciones para Consejeros Constituyentes. En La Moneda, sede del Gobierno de Chile, se olía a derrota desde hacía mucho tiempo, y no solo porque lo dijesen todas las encuestas de opinión pública, sino porque el malestar general por lo malo que ha sido el Gobierno, se lo refriegan al Presidente y a sus ministros donde quiera que vayan. Así también lo registran sin reparos todas las redes sociales. Por su parte, los partidos oficialistas no respiraban nada diferente y varios de sus políticos lo había manifestado también en distintos medios. El domingo 7 de mayo sería, entonces, un domingo negro para todos ellos.
Y lo fue. Pero no como ellos lo suponían, una derrota aceptable, peleada, que les dejase, por lo menos, el derecho a pataleo. A golpear la mesa de vez en cuando. A tener, por lo menos, el derecho a veto con dos quintos obtenidos de los 50 Consejeros. Es decir, 20 que gritasen por todos ellos. Pero no les alcanzó ni para el pataleo. Con 17 Consejeros de los 50, el peso de todas las noches cayó sobre la matonesca coalición y su moral superior declarada a los cuatro vientos. Se recogieron las banderas de la arrogancia y con la cola entre las piernas se retiraron a sus respectivos rincones a rumiar su rabia y lamerse nuevamente las heridas.
Tuvieron un cónclave el miércoles pasado (hoy a cualquier junta la llaman “cónclave”), que comenzaría a las ocho de la noche, pero comenzó a las diez y terminó a la una de la madrugada. Mala cosa, porque, al parecer, fuera de rumiar su rabia y lamerse las heridas, no pasó nada. A lo mejor hicieron algún sahumerio para espantar los malos espíritus. O un machitún, para ponerse en la onda de los “pacíficos mapuches” del Sur. ¡Quién sabe! Pero no hubo ninguna autocrítica. Ningún cambio de plan: el programa, que nadie sabe cuál es, sigue viento en popa, aunque se rechace una y otra vez.
Pero algo sí había ocurrido que el Presidente jamás podrá olvidar. ¿Conocerá a Leo Dan y su “Jamás podré olvidar”? El día sábado 6 de mayo, en la misma Punta Arenas, su ciudad natal, donde cierta vez dio una de mono y se subió a su “árbol favorito”, para deleite del respetable, ahora recordó que tenía un “alma de niño” y se metió en un tobogán. Pero quedó atascado, a lo mejor del ombligo. La escena ridícula e hilarante, con las dos patitas presidenciales y parte de sus piernecitas, pataleando en el aire, pujando por salir de su alma de niño, repletó las redes sociales y hasta los marcianos tuvieron su rato de diversión.
Al cabo de varios minutos, varios, el Presidente Boric consiguió desprenderse de su alma de niño. Algo maltrecho, se inclinó una o dos o tres veces y se sobó “pa’ callao”, como decimos en Chile. Todo esto en cuanto la mujer que lo filmaba se reía y comentaba sarcásticamente “lo maduro que era nuestro Presidente”. Me imagino que el Presidente y su alma de niño deben haberse sentido ahogados dentro del tobogán, oscuro y aterrador. ¿Pensaba en algo Gabriel Boric mientras se sobaba “pa’ callao”? ¿Me habrá visto alguien? Que nunca faltan los mirones y copuchentos en este país. Tranquilo, Presidente, no lo vio nadie.
No sé si la escena del tobogán, patética, disparando al aire sus patitas presidenciales una y otra vez, el presidente la haya sentido como un presagio de lo que vendría horas después. Después de todo, no deja de ser mala onda que se quede atascado en el tobogán y que se frustre su niño que lleva adentro, justamente el día de elecciones, cuando espera que por lo menos el respetable le valore su vuelta a la infancia. Pero el respetable no estaba ni para toboganes, ni para almas de niño, ni para Presidente de la República. Simplemente ignoró todos estos atributos y le dio a Su Excelencia y compañía una tremenda pateadura en las urnas.
Ni en el tobogán el Presidente Gabriel Boric consigue ser feliz y hacer feliz a los suyos. Tal vez sus asesores le sugieran la instalación de un tobogán gigante, luminoso, desde el balcón de su ventana en La Moneda hasta la Plaza de la Constitución, para que entretenga al niño que lleva dentro.
Pero bien ancho para que no se le atore el ombligo.