Aquel muchacho inquieto del Palo Alto, llamado Atilio Martínez, estaba siempre en movimiento, buscando que hacer.
¡¡Y si habrá hecho cosas…!!
Fundó cuadros de fútbol, de volley ball, pesca y en febrero, el sereno de las madrugadas lo sorprendía de cara pintada con su murga "La Nueva Ola".
Con el vozarrón de poesías y melodías populares, llegaba cantando al barrio que lo vio nacer.
Veintiocho años tenía Atilio, cuando la flecha de Cupido atravesó su corazón.
Delirios de un loco enamorado, sueños de una alma noble por una chiquilina de diecisiete años que también soñaba con el amor, a orillas del San Salvador.
Los padres de la muchacha no aceptaban que el bohemio mercedario cortejara su hija y les prohibía los encuentros.
Pero Atilio se las ingeniaba para comunicarse con ella.
Ni el más astuto de los detectives e investigadores, supondría que Atilio, le dejaba esquelas entre un hueso de caracú que tiraba al patio, cuando pasaba por su casa.
Diecisiete años tenía la que al nacer, nacía con el nombre de reina.
Uno puede imaginar una reina de mil formas diferentes y en todas ellas habrá concordancia, corona, riquezas, lujos y extravagancias, arrogancia, insensibilidad e indiferencia.
Pero esta muchacha de nombre Reina Isabel Scala, tenía más sueños que riquezas.
Estaba convencida que la mayor virtud de un ser humano es la humildad y la honestidad de los sentimientos.
Que no hay nada que supere y no hay nada más digno en la vida, que luchar por los sueños…
Superar las dificultades, conquistarlos y ser feliz…
¡¡Y ella, vaya si juntos lo lograron!!
Donde la calle Detomasi se pecha casi con la cañada, en el corazón del barrio Palo Alto, fue en ese lugar que Atilio construyó el castillo para su reina.
Un rancho humilde, era el castillo imaginario, que el laburante, el vendedor de loterías le ofrecía al amor de su vida.
El murguero enamorado, al mejor estilo de las fábulas de amor, es el valiente caballero que se roba la princesa prisionera en la torre de los preconceptos y la sube en un caballo con alas de sueños dorados.
Cruzó el cielo estrellado como aquellas noches de tablados y cara pintada.
Llegó al Palo Alto y la amó para siempre… como sólo merecen ser amadas las verdaderas reinas.
Nueve hijos tuvieron, y mil dificultades… pero el amor auténtico, la dignidad y los sueños del casal hacían superarlos.
Por una semana en febrero, Atilio le pedía al Dios Momo sus ropajes prestados de rey, y como en aquellos años de dragoneos en Dolores, a los pies de su reina le prometía el eterno amor.
El destino celoso o la vida mezquina no quiso que él pudiera ver a todos sus hijos crecer.
Y con sus hijos, muchos de ellos aún chicos, la reina viuda se quedó.
Y hoy, rodeada de hijos y nietos, la reina sonríe a los setenta y ocho años, en el mismo lugar que un día con Atilio construyeron juntos el rancho humilde, el castillo de los sueños, el hogar de sus hijos y el altar del amor.
La mujer, que vio miserias y crecientes, dolores y sufrimientos, la que cocinaba con su esposo y también compartía lo poco que tenían con sus vecinos, ahora sentada en la vereda disfruta con sus nietos y una sonrisa simple los recuerdos del pasado.
La que nació a orillas del San Salvador, la que a los diecisiete años apostó todo al amor.
Aguarda cerca del río Negro que llegue nuevamente febrero.
Y del imperio del Dios Momo, aparezca su rey Atilio montado en su caballo de sueños de alas doradas.
Que como en aquellos años de las esquelas escondidas en un hueso de caracú le prometa el amor eterno.
Y la lleve a cruzar el cielo estrellado, de aquellos carnavales, el de aquellos tablados que vestido de rey, arrodillado a sus pies le prometía el eterno amor…
En el final de calle Detomasi, casi pechando con la cañada esta mujer vivió una de las más hermosas historias de amor…
Artigas Osores