Llegó más temprano del horario acordado, vestía una pollera larga y oscura, una bolsita de tela bordada colgaba de su mano.
Se paró en la vereda de enfrente y recostada a la pared comenzó a rezar con una medallita de aluminio que hace un tiempo le había regalado el Dios Verde.
Dentro del depósito de frutas y verduras, unos hombres sin camisa, altos y flacos, cargan cajones vacíos.
A menos de cien metros cruzando la calle por la misma vereda, las tres campanadas de la catedral anuncian quince minutos para las cuatro.
Justina se había levantado a las tres de la mañana, prendió el candil y cruzó el patio hasta el fondo con una jarra esmaltada hasta el "excusado" y se higienizó con cuidado bajo la tenue luz.
Luego prendió fuego en el suelo, puso la caldera negra cubierta de tizne sobre el estribo, corrió la tela floreada que colgaba como cortina y llamó a su marido, para avisarle que pronto se iría.
Después de pasar el mate cocido en un recipiente de lata, se lo sirvió en una taza de loza cachada y lo acompañó con una vieja galleta de campaña.
Del otro lado de la vereda de la calle Florida, Carlitos Carrancio la llamó con un gesto de la mano, la humilde señora cruzó la calle vacía y conversaron bajo.
Le ofreció unas frutas frescas y la señora lo negó varias veces con la cabeza.
Media hora después, más o menos, la mujer subió y se acomodó en la cabina entre el chofer y el acompañante del camión.
Una hora después, en la localidad de Rodó, se detuvo el vehículo para bajar la señora, que bendijo su viaje que continuaban rumbo al mercado agrícola de Montevideo.
No le costó encontrar el rancho donde vivía Doña Celestina, diez personas, algunas acompañadas con niños pequeños y otros con bolsitas de ropas de personas enfermas, aguardaban el amanecer frente al rancho de la vieja curandera.
A la mitad de la mañana, una señora que se encargaba de acompañar la gente hasta Celestina la autorizó a cruzar el portón de madera.
Escuchó que una voz suave que la llamó por su nombre desde dentro del rancho y no pudo disimular su sorpresa y se quedó paralizada.
- Pase Justina, que la estaba esperando, repitió el llamado.
- Como sabe usted mi nombre, dijo la señora que hacía un par de horas se había bajado de un camión que transportaba cajones de frutas y verduras vacías para la capital.
- Me trajiste alguna prenda de Andrea, interrogó la curandera con su voz pausada y suave.
Las pequeñas manos arrugadas de Doña Celestina la recibieron de otras manos trémulas y frías.
Luego la anciana hizo unos pases en su frente y murmuró un largo rezo indescifrable.
Cuando Justina recibió las ropas de vuelta, un perfume agradable se confundía con el aroma de humo que provenía de la cocina.
Lo que Andrea tenía era un ¨falso cru¨, y ya no tiene más, dijo con seguridad la voz pausada y suave de la anciana curandera.
También le entregó unos yuyos envueltos en papel de estraza y le dijo que su marido lo tomara en ayunas, por siete días seguidos.
Mal pudo agradecer y despedirse, porque una madre entró llorando con un niño en brazos.
Luego de agarrar tiraje, caminó apurada, casi corriendo hasta el centro de salud.
Ya había pasado el mediodía y el calor era agobiante.
Cuando ingresó a la sala de niños del segundo piso del Hospital Zoilo A. Chelle, Andrea que hasta la noche anterior la tenían desahuciada, jugaba feliz, sentada en la cama con su muñeca de trapo.
Lloró la abuela abrazada a la enfermera y nadie consiguió explicar la mejora que asombró hasta los doctores.
Diez días después, Elbio trabajaba haciendo changas cargando y descargando cajones de frutas y verduras, en el galpón de Carrancio.
También a él le habían dicho que no se levantaría más de la cama.
La niña Andrea, aquella niña rubia del Palo Alto, que fuera desahuciada por los doctores y que doña Celestina, la curandera de Drabble la curó de "falso cru", hoy atiende niños en un hospital de Tacuarembó.
Artigas Osores