(escribe prof. Alejandro Carreño T.) El periodista Antonio Coll Gilabert en su libro De profesión periodista (1981), recoge la siguiente cita atribuida al padre de la democracia estadounidense, Thomas Jefferson: “Incluso la persona menos informada ha aprendido que nada de lo que se escriba en un periódico es digno de crédito”. Es probable que Jefferson tenga razón; sin embargo, es necesario que ese “nada de lo que se escriba en un periódico es digno de crédito”, definitivamente se escriba, porque solo así es posible evaluar su credibilidad o no credibilidad. Lo que presupone, como lo plantea el periodista chileno Emilio Filippi en su libro La Profesión de Periodista Una visión ética (1991), que “la democracia es viable entre ciudadanos informados”.
Lo anterior significa simplemente la existencia de una prensa libre de toda “influencia externa”, capaz, al mismo tiempo, de ceñirse éticamente a los principios básicos que toda sociedad establece para su buen funcionamiento, puesto que la libertad exige deberes y derechos que se relacionan con el bien común, que conlleva a vivir en una sociedad que ve en el otro a un legítimo otro. Donde todos los animales, parodiando el clásico texto de George Orwell Rebelión en la granja, sean efectivamente iguales ante la ley, y no haya animales más iguales que otros. La persona bien informada es aquella que puede, en consecuencia, regular su propio discurso; esto es, como lo propone Filippi, “regular y medir el ejercicio de su libertad de expresión”
Pero ¿qué significa un ciudadano bien informado? ¿Es posible una sociedad realmente informada en un mundo globalizado y de creciente complejidad? Pareciera ser que un ciudadano bien informado es aquel que comprende el mundo que lo rodea, porque lo conoce y puede hablar acerca de él. Y en este sentido la prensa lo ha ayudado a decodificar su entorno. Sabemos, con todo, que, aunque el deber de la prensa es informar a la ciudadanía con la necesaria objetividad que demandan los hechos, también sabemos que, por razones diversas, la prensa no puede ni debe informar aquello que ponga en riesgo el bien común, como la seguridad del país, por citar el caso más común.
Es decir, en este sentido es el bien común el que regula el ejercicio de la libre expresión, lo que no significa que el periodista mienta (ni tampoco que lo haga) pero omitir una verdad que pueda dañar la integridad o la honra de una persona, o de exponer la seguridad nacional en caso de un conflicto bélico, se ajusta al principio que limita la libre expresión en aras del bien común. La historia del periodismo almacena innumerables y desastrosos casos que ilustran la falta de ética periodística como el de William Randolph Hearst, del New York Journal, relacionado con el conflicto bélico entre España y Estados Unidos a propósito de Cuba: “Ponga usted las postales, yo pondré la guerra”.
El episodio lo recoge el citado libro de Coll Gilabert. El mismo hecho también lo relata Ricardo Trotti en su obra Dolorosa libertad de prensa. En busca de la ética perdida (1993): “Hearst sabía que una guerra hace vender periódicos y fue en su diario donde nació la prensa sensacionalista, no porque contara con la historieta de Yellow Kid impresa en papel amarillo, sino por haber elevado el espíritu belicoso y violento de aquellos días”. Esto en aquellos años, cuando los medios estaban a años luz de lo que son hoy. “La revolución de los medios ha planteado el problema fundamental de cómo entender el mundo”, nos dice Ryszard Kapuscinski (2003), en su libro Los cinco sentidos del periodista, refiriéndose a la televisión:
“Convertida en una nueva fuente de la historia, la pequeña pantalla del televisor elabora y relata versiones incompetentes y erróneas, que se imponen sin ser contrastadas con fuentes auténticas o documentos originales. Los medios se multiplican a una velocidad mucho mayor que los libros con saberes concretos y sólidos”. Pero ahora, diecinueve años después, el carácter híbrido y entrópico que singulariza la naturaleza de los medios en los tiempos que vivimos, ofrece, de cualquier manera, una mirada metonímica del diario acontecer noticioso. Si antes del apogeo de la tecnologización de los medios, el periodismo era un ejercicio metonímico por definición, con mayor razón ahora que el emisor es universal y redundantemente complejo.
La hipertextualidad de la información obliga al ciudadano, más que nunca, a una selección de la información cuya primera variable es el idioma, y luego la cultura. Pero obliga al mismo tiempo y por lo mismo y más que nunca, a la responsabilidad ética del comunicador, pues el hombre común, simple consumidor de medios, será siempre un receptor enfrentado a un abanico variopinto de formas, colores y formatos en que se ha convertido este emisor universal de información que son los medios masivos de comunicación.
La responsabilidad ética del comunicador es, en definitiva, la razón de ser de su deber de informar en una sociedad democrática.