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01 de March del 2022 a las 19:34 -
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Ope Pasquet asumió como el tercer presidente de la Cámara de Representantes de la XLIX Legislatura
"La institucionalidad democrática es el rasgo central de la identidad nacional. Para nosotros la patria es la república, sus libertades y garantías, sus instituciones y sus leyes", dijo al asumir el cargo.

Hoy martes 1° de marzo del corriente, a las 13 horas, en la primera Sesión Ordinaria de este año y con la presencia del Presidente de la República, Dr. Luis Lacalle Pou, la Presidenta de la Asamblea General, Esc. Beatríz Argimón, los Ministros Martín Lema y Adrián Peña, entre otros; fue electo como Presidente de la Cámara de Representantes para el tercer período de la XLIX Legislatura, el Diputado Ope Pasquet.

En su discurso de asunción, el Dr. Pasquet destacó: "Sobre muchos de los temas enunciados los partidos aquí representados tienen visiones distintas y es natural que así sea; en una democracia auténtica, como la uruguaya, no suele haber unanimidades. Por eso necesitamos un acuerdo básico, un acuerdo fundamental más importante que nuestras diferencias, que no puede ser otro que el respeto a la Constitución. Ese es el marco inquebrantable para procesar y resolver nuestras discrepancias."

A continuación el discurso completo del Presidente electo:

"Ante todo, quiero agradecer a la Cámara de Representantes el gran honor que me ha discernido al haberme elegido para presidirla en el período legislativo que hoy comienza; y agradezco especialmente a la bancada de mi partido, el Partido Colorado, el haberme propuesto para ello.

Agradezco a los Sres. Legisladores de todos los partidos, las palabras tan generosas con las que se han referido a mí en el curso de la votación.

Agradezco a mis amigos de siempre, a mis compañeros de lucha política y a todos los que de una manera u otra me ayudaron a recorrer el largo camino que me trajo hasta aquí. Quiero mencionar especialmente al Dr. Enrique Tarigo, ese gran defensor de la república a quien debo el haber ingresado a esta Cámara por primera vez, el 15 de febrero de 1985. A todos los llevo en el corazón con permanente gratitud.

Agradezco a mi esposa Elena y a mis hijas, Florencia y Victoria, por mucho más de lo que corresponde que diga en un ámbito institucional como este, y también por mucho más de lo que puedo decir sin que la emoción me impida continuar; y agradezco a mis padres, ya fallecidos, cuyo cálido recuerdo me acompaña todos los días de mi vida.

 

Permítanme comenzar por algunas breves referencias personales.

En 1966 yo tenía 10 años de edad. Ese año, usando todavía pantalón corto, entré por primera vez a la Casa del Partido Colorado de la mano de mi padre. Había elecciones nacionales y un plebiscito constitucional y mi padre -a quien debo, entre muchas otras cosas, mi educación política- quiso que yo viera un acto político partidario. El orador de fondo era el Dr. Amílcar Vasconcellos, a la sazón Consejero Nacional de Gobierno. Así empecé a ir a la Casa del Partido Colorado y aún sigo haciéndolo.

Confieso que no recuerdo lo que dijo ese día el Dr. Vasconcellos; supongo que ni siquiera lo entendí del todo. Pero a través de los años lo seguí escuchando, con atención, comprensión y admiración crecientes. Recuerdo sí, claramente, lo que dijo en aquel “febrero amargo” de 1973. Por eso, en este día que, como Uds. comprenderán, es tan especial para mí, quiero rendir homenaje a la memoria de ese recio y valiente defensor de la república, que fue el gran referente político de mi adolescencia.

En 1966 yo cursaba el quinto año escolar. Iba a la escuela No. 121 de Práctica Dr. Evaristo Ciganda, esa que sigue estando hoy, como ayer, en la calle Echeverría. En la escuela se hacían todos los años elecciones entre los alumnos de 5º y 6º año para elegir distintas comisiones. El proceso electoral era un verdadero cursillo de educación cívica. Con la guía de las maestras, los alumnos de 5º y 6º formaban una comisión electoral encargada de hacer el padrón de votantes, tomar la votación y practicar el escrutinio; los candidatos pronunciaban discursos frente a sus compañeros en el salón de actos de la escuela y durante una semana hacíamos campaña electoral. Pues bien: ese año fui candidato a Prosecretario de la Comisión de Ayuda Social por la lista 5, resultando electo.

Puedo decir pues, con propiedad, que hace más de medio siglo que participo, de una manera o de otra, de acuerdo con mis posibilidades y según las circunstancias, en la vida política y cívica de mi país. Nunca he sido indiferente a lo público, a lo colectivo, a lo que ocurre en el seno de la sociedad que integro. He dedicado a la actividad política muchos de los mejores años de mi vida y mis mayores energías.

Lo hice y lo sigo haciendo porque creo que prestarle una atención activa a los asuntos públicos es parte necesaria de una vida completa; porque creo profundamente en la necesidad y el valor de la política para darle orientación y sentido a la vida colectiva; porque creo que los partidos políticos son indispensables para la democracia y porque creo que la democracia, con todos sus vicios y defectos, es el mejor de los regímenes de gobierno conocidos y el único en el que podemos vivir con dignidad los uruguayos.

Esto que estoy diciendo choca contra corrientes de opinión que circulan con cierta fuerza tanto en nuestro país como también, con más fuerza todavía, fuera de él. Muchos ciudadanos de las democracias occidentales proclaman a viva voz su descontento con la política, con los partidos, con los gobernantes y con la democracia misma. Por supuesto que también hay descontento entre los súbditos de los regímenes autoritarios, pero esos no pueden proclamarlo a viva voz so pena de terminar presos o muertos. Así que de lo que se habla y se discute es del malestar con la democracia.

Como todos sabemos, esto no es nuevo. Empezó con la democracia misma. De la antigua Atenas nos llega no solamente la famosa oración fúnebre de Pericles, con su luminosa e imperecedera exaltación del régimen político de su ciudad, sino también las críticas y burlas a la democracia de Platón y de Aristófanes. Las ideas antidemocráticas forman parte de la tradición política occidental.

En la actualidad, en nuestra región y también fuera de ella vemos cómo se habla con desprecio y hasta con odio de “la casta política”, cómo desde las más altas investiduras se socava con mentiras y conductas desvergonzadas la confianza popular en las instituciones del Estado, cómo hay países donde los partidos nacen y mueren como flores de estación y los gobernantes elegidos un día no tienen, a la mañana siguiente, quien los respalde en el Parlamento.

Mientras todo esto sucede, mientras la política fracasa, los problemas se agravan, los pueblos sufren y la indignación popular se va acumulando como lava en las entrañas de un volcán a punto de entrar en erupción. No es de extrañar, entonces, que las encuestas que miden el grado de apego de los pueblos de América a la institucionalidad democrática registren guarismos declinantes, año tras año.

Uruguay no es ajeno a este “clima de época”, y es bueno que lo tengamos presente para no caer otra vez en el error de pensar que nuestra excepcionalidad democrática nos pone a cubierto de todos los males. Pero también es cierto, y es bueno decirlo, que el pueblo uruguayo tiene firmes convicciones democráticas y republicanas y que en esta tierra la democracia tiene raíces muy profundas.

Cuando en 1813 el Congreso de Abril hizo de lo que hasta entonces era solamente un territorio, la Banda Oriental, una entidad política, la Provincia Oriental, José Artigas proclamó de una vez para siempre el principio básico de la república diciendo: “Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa por vuestra presencia soberana”. Ningún gobernante uruguayo puede olvidar jamás esas palabras, que los diputados tenemos permanentemente ante nuestros ojos cada vez que sesionamos.

Pasó mucho tiempo y corrió mucha sangre antes de que la realidad política uruguaya llegara a reflejar con cierta nitidez los valores democráticos y republicanos del ideario artiguista, así como los principios y normas de la Constitución de 1830 y de los textos constitucionales posteriores.

La marcha hacia la democracia y el Estado de Derecho fue larga y accidentada, y supo de contratiempos y trágicos retrocesos. Pero para el pueblo uruguayo, el norte de la brújula siempre fue el mismo: la democracia republicana. En los tiempos de la Emancipación los orientales no alentaron las fantasías monárquicas que encandilaron a las élites de otros pueblos de América. En el siglo XX tampoco sedujeron a nuestras grandes mayorías populares las utopías totalitarias de diverso signo ideológico que tanto daño hicieron en otras partes del mundo.

Nosotros recorrimos otros caminos, que nos llevaron a enriquecer y profundizar el concepto mismo de democracia. Desde principios del siglo pasado le fuimos dando contenido social al régimen político, con leyes que ampararon a los niños, a las mujeres, a los ancianos y a los trabajadores. En la misma época, la creación del dominio industrial y comercial del Estado hizo de este una formidable herramienta al servicio del desarrollo nacional y el bienestar popular. Fortalecimos la democracia política con la Constitución de 1917 y las leyes electorales de 1924 y 1925, que aseguraron definitivamente la pureza del sufragio y, con ella, la legitimidad de origen de los gobiernos. Reconocimos tempranamente el derecho de las mujeres a elegir y ser elegidas; ellas votaron por primera vez en una elección nacional en 1938, y ya en 1943 había dos diputadas y dos senadoras en el Parlamento uruguayo. Paralelamente afirmamos el concepto de que el poder del Estado también está sometido al Derecho, admitiendo la declaración de inconstitucionalidad de las leyes y la anulación de los actos administrativos contrarios a una regla de derecho o dictados con desviación de poder. En lo que va del presente siglo hemos enriquecido el elenco de derechos de los habitantes de esta tierra, sin que para ello haya sido necesario disparar un solo tiro ni derramar una sola gota de sangre.

Estamos viviendo el lapso de vigencia no interrumpida de la Constitución más extenso de nuestra historia; comenzó el 1º de marzo de 1985 y estamos todos empeñados en que no termine nunca. Los tres partidos políticos que en aquella fecha ocupaban bancas en el Parlamento han ejercido el gobierno del país y cumplieron sus mandatos desde el primero hasta el último día del plazo constitucional. La pacífica alternancia de los partidos en el poder es una realidad que consideramos natural en el Uruguay.

La institucionalidad democrática es el rasgo central de la identidad nacional. Para nosotros la patria es la república, sus libertades y garantías, sus instituciones y sus leyes.

 

Hemos procurado proyectar en el plano internacional los valores y principios que vertebran nuestro régimen político, comprometiéndonos con la defensa del Derecho como regulador de la convivencia armónica entre las naciones. A principios del siglo XX nos embanderamos con la idea del arbitraje obligatorio como instrumento para la solución pacífica de las controversias. Fuimos parte de la Sociedad de Naciones y tras la 2ª Guerra Mundial concurrimos a la formación de la Organización de las Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos. Ratificamos tempranamente la Declaración Americana de los Derechos del Hombre de abril de 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de diciembre de 1948 y una larga serie de tratados y convenciones que protegen los DD.HH. y procuran garantizarlos. La dictadura que sufrimos entre 1973 y 1985 no denunció ninguno de esos tratados, y sin embargo en esos años aquí pasó lo que pasó. A mi juicio la lección de la historia es clara: la fortaleza de las instituciones democráticas -la justicia independiente, la prensa libre y el Parlamento auténticamente representativo del pueblo- es la garantía indispensable para la protección eficaz de los derechos humanos.

 

En este cambio de época que vive la humanidad, se desarrolla ante nuestros ojos una disputa de resultado incierto por la hegemonía mundial. El escenario internacional, ensangrentado hoy por la guerra en Europa del Este, se presenta cada día de manera más compleja, cambiante y peligrosa. Mientras las superpotencias mueven sus piezas en el tablero de la política internacional, los avances de la ciencia y la tecnología producen desarrollos de las fuerzas productivas que dislocan espacios económicos, circuitos comerciales y equilibrios sociales. Desaparecen viejos empleos y surgen otros, pero nadie puede asegurar que los desplazados por las innovaciones vayan a ser también los que ocupen los nuevos empleos que ellas crean. Estos cambios generan inseguridad y angustia en quienes sienten que sus puestos de trabajo están amenazados, lo que se traduce luego en indignación con los sistemas políticos nacionales, que no pueden controlar y ordenar la situación global. Paralelamente, fenómenos como la pandemia que estamos sufriendo, el cambio climático y la contaminación ambiental aumentan la presión sobre los gobiernos, a los que se les exige cuidar la salud de sus pueblos, crear empleos y hacer crecer a la economía, pero también hacerlo sin dañar el ambiente, protegiendo el hábitat de seres humanos, plantas y animales y reduciendo la emisión de los gases que están elevando peligrosamente la temperatura del planeta.

Por si todo esto fuera poco, la invasión de Ucrania por Rusia vino a recordarnos que la guerra entre las naciones sigue siendo una trágica posibilidad. La inserción internacional de un país no es sólo una cuestión de comercio y finanzas, sino también de geopolítica y seguridad.

Ante este panorama todo gobierno uruguayo, el actual y el que venga, sea del color que sea, tiene el deber de trabajar para que el país salga adelante adaptándose a las nuevas situaciones, sin dejar de ser fiel a los valores y principios que configuran la identidad nacional. Para cualquier gobierno sería muy cómodo, quizás, dejarse llevar por la inercia histórica y seguir haciendo lo que se venía haciendo en los últimos lustros o en las últimas décadas, con el fin de evitar así las disputas que los cambios de rumbo traen consigo; pero el asedio del cambio continuo no nos permite darnos ese lujo. Tenemos que tomar decisiones importantes, algunas de ellas pendientes desde hace tiempo: para mejorar la inserción internacional del país; para modernizar la educación que reciben nuestros niños y jóvenes, especialmente aquellos que nacen en los hogares más pobres de nuestra sociedad y no pueden acceder a otra educación que la que el Estado les ofrece; para impulsar el crecimiento de nuestra economía, generando así más y mejores empleos; para garantizar la sostenibilidad de nuestro sistema de seguridad social y para proteger el ambiente que dejaremos a las generaciones venideras. En estos y otros asuntos tenemos que lograr, entre todos, que la democracia dé frutos, resultados concretos que mejoren la vida de la gente.

Sobre muchos de los temas enunciados los partidos aquí representados tienen visiones distintas y es natural que así sea; en una democracia auténtica, como la uruguaya, no suele haber unanimidades. Por eso necesitamos un acuerdo básico, un acuerdo fundamental más importante que nuestras diferencias, que no puede ser otro que el respeto a la Constitución. Ese es el marco inquebrantable para procesar y resolver nuestras discrepancias.

A los hechos me remito: en pocas semanas habrá de celebrarse un referéndum en el que la ciudadanía decidirá una larga controversia acerca de 135 artículos de la Ley de Urgente Consideración promulgada en el mes de julio del año 2020. Hemos discutido esos artículos y seguiremos haciéndolo hasta el 27 de marzo, pero ese día quedará resuelta la cuestión y al día siguiente, cualquiera haya sido el resultado, la vida seguirá y el país continuará su marcha. No estoy diciendo que sea indiferente un resultado u otro; todos los que aquí estamos tenemos opiniones bien definidas al respecto. Lo que afirmo es que la democracia, así como admite todas las controversias, tiene procedimientos legítimos para resolverlas. Una vez resueltas las controversias por el soberano, mediante el procedimiento establecido por la Constitución, ya no cabe continuar la disputa política, empantanando al país en un debate sin fin; lo que corresponde es acatar la decisión del soberano, sea cual sea, y seguir adelante. Ese acatar de buena fe lo que fue resuelto legítimamente es parte importante de lo que llamamos lealtad institucional, que es a su vez un componente esencial de la convivencia democrática.

 

En la constelación de instituciones que configuran el régimen político uruguayo, la Cámara de Representantes ocupa un lugar central. Este es el Cuerpo más ampliamente representativo del Estado uruguayo. En las 99 bancas de la Cámara tienen cabida prácticamente todas las corrientes de opinión que participan de la vida política del país. El Presidente tiene sólo un voto en 99, como cualquier otro diputado; cuando la Cámara está en sesión su función consiste en dirigir el debate, sin participar de él, cumpliendo y haciendo cumplir el Reglamento. Es obvio que ni siquiera esa tarea puede cumplirse sin la buena voluntad de todos los legisladores y la colaboración activa de los coordinadores de bancada de los partidos aquí representados. Desde ya, les pido a todos que me ayuden para cumplir con el cometido que hoy me están confiando.

En otro plano, el administrativo, el Presidente es el ordenador primario de gastos de la Unidad Ejecutora Cámara de Representantes. Suya es la responsabilidad de preparar el proyecto de presupuesto de la propia Cámara que debe someterse a la consideración de esta, así como la de adoptar las medidas necesarias para su ejecución. Trabajaré para cumplir esta parte de mi tarea de este año, en el marco de parámetros bien claros.

El primero de ellos será el cumplimiento cabal de la normativa vigente. Los diputados Martín Lema y Alfredo Fratti concluyeron sus respectivas gestiones en la presidencia de la Cámara habiéndose ajustado siempre a las disposiciones del Tribunal de Cuentas de la República; me propongo seguir por ese camino.

En segundo lugar, procuraré no apartarme tampoco del criterio general de prudencia en el gasto establecido por mis distinguidos predecesores. Si a través de las leyes de Presupuesto y Rendición de Cuentas le imponemos esa prudencia al Estado uruguayo, en esta Casa debemos dar el ejemplo.

Dentro de este marco general, y teniendo siempre presente la brevedad del mandato del Presidente de la Cámara y la necesidad de la consulta permanente con los partidos políticos aquí representados, declaro mi intención de procurar el mejoramiento del trabajo de la Cámara.

Ante todo, creo que es hora de que los ciudadanos que nos votan puedan saber, fácil y rápidamente, qué votamos nosotros aquí adentro. El instrumento para alcanzar ese objetivo se conoce desde hace tiempo y lo usan muchos Parlamentos en el mundo entero: el voto electrónico. No estoy inventando nada; sé que hubo intentos serios para incorporarlo al funcionamiento de la Cámara, como lo demuestra el hecho de que el Reglamento ya prevea la posibilidad de su aplicación. Por distintas razones, esos intentos no llegaron a buen fin. Renovaremos el empeño por concretar esa aspiración de darle mayor transparencia a la actividad parlamentaria, estando, naturalmente, a lo que la Cámara finalmente resuelva.

Es práctica corriente que las Comisiones de la Cámara reciban asesoramientos técnicos para el estudio de los proyectos de ley sometidos a su consideración; lo que no suele suceder, en cambio, es que luego de un tiempo prudencial de aplicación de las leyes que sancionamos, contemos con evaluaciones técnicas, objetivas y rigurosas de los efectos producidos por esas leyes, de manera de poder cotejar los resultados buscados con los efectivamente alcanzados y poder adoptar así las rectificaciones o mejoras que la experiencia recomiende. Procuraremos que la Cámara se dé las herramientas necesarias para encargar esas evaluaciones técnicas de la aplicación de aquellas leyes cuya importancia justifique esa labor. Será el acuerdo de los partidos políticos aquí representados, naturalmente, el que seleccione los temas a estudiar.

Finalmente, quiero reiterar hoy la expresión de una preocupación que he manifestado muchas veces, en las sesiones de la Cámara y en las de mi querida Comisión de Constitución y Códigos, por la corrección del lenguaje de la ley. Reconozcamos, con la humildad que nos impone la evidencia, que solemos incurrir en errores gramaticales y de sintaxis, para no hablar de la calidad de la redacción de los textos que votamos. El apartamiento de las reglas del idioma puede generar dificultades en la interpretación de la ley; debemos tratar de evitar esas dificultades, haciendo bien nuestro trabajo y utilizando el lenguaje adecuado para expresar correctamente la voluntad política del Cuerpo. Propondremos oportunamente a la Cámara la adopción de las medidas necesarias para atender esta cuestión.

No quiero terminar estas palabras sin referirme a los funcionarios de la Cámara; a todos ellos, desde los Secretarios y Prosecretarios hasta los jóvenes recién ingresados en el último grado de sus respectivos escalafones. Tengo bien claro que, así como los presidentes pasan, los funcionarios quedan, y que sin su concurso leal y diligente será muy difícil que las cosas salgan bien. Sé también que la Cámara cuenta con personal jerárquico de vasta experiencia, que conoce en profundidad y al detalle todos los aspectos del funcionamiento de esta Casa; cuento con él para que me asista en el cumplimiento de mis tareas.

Con el trabajo y la buena voluntad de todos, la Cámara de Representantes debe renovar este año el esfuerzo permanente por estar a la altura de lo que el país espera de ella. No se espera, creo yo, que nos pongamos de acuerdo en todos los temas, pero sí que los estudiemos seriamente y que los discutamos con altura, respetándonos mutuamente y demostrando asimismo, por la calidad de la argumentación empleada, que respetamos a los ciudadanos que nos escuchan.

Así serviremos a la república y cumpliremos nuestro deber.

De nuevo, muchas gracias a todos."

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