(Escribe, prof. Alejandro Carreño T. ) ¿Qué sanciona la Justicia cuando sanciona? Sanciona lo que ella entiende como la nada: lo que no es poder. El poder, en todas sus manifestaciones, es un aliado de la Justicia. Quienes no ostentan poder, sufren los rigores de la Justicia. Ya lo dijo el Obispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero Galdámez, Monseñor Romero, incansable luchador de los Derechos Humanos, asesinado el 24 de marzo de 1980: “La justicia es como las serpientes, solo muerde a los descalzos”. El poder tiene muchas formas y se viste con ropas variopintas, pero siempre es poder. Siempre es amigo de la Justicia. Siempre es corrupción. Por lo menos en América Latina, generosa en ejemplos que la prensa presenta en un ritual casi cotidiano.
La larga lista de inmoralidades en que justicia y poder se han aliado para acallar todas las voces, sobre todo aquellas voces que claman por una justicia verdadera, justa y ecuánime, como lo señala la primera definición de la RAE: “Principio moral que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece”, no cabe en una columna ni tampoco es necesario que quepa, pues el lector a diario se informa de algún escándalo en su propio país o en el país vecino, de toda esta alianza entre poder y corrupción que empobrece la democracia y deja a la sociedad abandonada a su propia suerte.
Aunque, pensándolo bien, la Justicia sí le da lo que le corresponde a cada uno. Tiene razón la RAE. Al poderoso le da lo que es de suyo: protección. Cuando se habla de Justicia y Poder, la democratización de la corrupción es envidiable. El poder puede estar a cualquiera de sus lados, izquierda o derecha, o en la propia balanza de la Justicia. O en otro lugar cualquiera que huela a poder, como el fútbol y sus redes delictivas propias de una serie de Netflix. Es cierto que la injusticia es humana, como dijo Bertolt Brecht, “pero más humana es la lucha contra la injusticia”. Y en esta lucha estamos comprometidos todos los hombres de buena voluntad.
Quienes osen interponerse entre el Poder y la Justicia, terminarán fatalmente humillados, vilipendiados y masacrados, aunque sean representantes de la propia Justicia, porque ante los ojos de esta poderosa señora, los poderosos no están sujetos a la ética, y por lo tanto su comportamiento no debe ser penalizado. Pareciera ser que construimos sociedades en que efectivamente algunos animales son más iguales que otros, al mejor estilo de Animal Farm, el clásico de George Orwell. Como se sabe, en la novela de Orwell los animales más iguales que otros son los cerdos. ¿Metáfora de la realidad?
Es decir, la ética es para quienes no ostentan ningún poder. Es para un cura, no para un obispo; para un cabo maltratado, no para un general; para un simple director de departamento, no para el presidente de la compañía; para la secretaria de una repartición pública, no para el ministro; para el portero del Congreso, no para un parlamentario. La ética es para usted o para mí, que no somos nadie. Apenas ciudadanos respetuosos de las leyes y la decencia. Pero nada más, porque no somos poderosos, y nos sometemos, en consecuencia, a los designios de la ley. Y no importa el tamaño del delito cometido.
¿Cómo se sustenta así la democracia, si la justicia no es para todos igual? No se sustenta. Vive sobre ascuas, negándose a sí misma. Vive corrompiéndose. Y la corrupción, ya lo dijo el filósofo y economista austrohúngaro, Ludwig von Mises, “es un mal inherente a todo gobierno que no está controlado por la opinión pública”. Por eso, es fundamental el papel que cumple la prensa libre y honesta en una democracia impoluta, no contaminada, pues es el medio que tiene la sociedad de vigilar los actos de los poderes del Estado.
No dejemos, entonces, que la justicia, en nuestro continente latinoamericano, nos robe el derecho a soñar con un país decente, y nos encamine socialmente a la perdición moral y al sálvese quien pueda.