(Escribe Aldo Roque Difilippo) Hace 145 años Juan Manuel Blanes llegó a Playa de la Agraciada para comenzar a esbozar el que sería uno de los cuadros más representativos de la plástica nacional. Posiblemente el cuadro más conocido y más visto de la plástica nacional, que impresiona por la elocuencia, por el realismo, y por el, si se quiere maniático detalle impuesto por el artista. Pese a ser una de esas obras que componen el bagaje de iconos de nuestra cultura, quizá por ser una imagen que ha sido reproducida constantemente, pasa desapercibida para la mayoría de los uruguayos.
El “Juramento de los Treinta y Tres Orientales” de Juan Manuel Blanes, es una de esas obras que mejor refleja nuestro pasado histórico. Junto a “La Leyenda Patria” de Juan Zorrilla de San Martín, o el “Ismael” de Eduardo Acevedo Díaz, en la literatura, esta obra de Juan Manuel Blanes es sin duda un cuadro que ha contribuido a forjar esa idea de Patria para la memoria visual de los orientales.
Eduardo Acevedo (hijo) decía en El Siglo, en 1901, que Juan Manuel Blanes es el primero “de los pintores orientales y el más grande de los pintores de América”; y quizá por haberse convertido en “el pintor de la Patria” hoy en día esté condenado a la indiferencia.
“No sé –confesaba Blanes- a qué distancia habré quedado de los poetas que han cantado a los Treinta y Tres. Ellos me han transportado muchas veces y confieso que los habría seguido”. Si bien reconoce que “fuera de cuatro o cinco que pueden considerarse retratos, todos los demás tuvieron necesariamente que ser y fueron hijos de mi fantasía”.
Servir a la moral
Pese a estas afirmaciones es por lo menos curioso conocer con la meticulosidad con que afrontaba Blanes cada una de sus obras, con el rigor casi científico y su apego a la fidelidad documental: “Me resisto a confundir la importancia del arte que adivina y del arte que observa, del que sueña y del que ve, del convencional y del verdadero, que obedece, imita, que retrata las costumbres buenas, que hace justicia, que sirve nuestras necesidades, triunfos y dolores”.
Cuando en Europa emprendió su obra “Batalla de Sarandí” pidió por carta a su hermano que le confirmara datos que le dieran detalles del episodio. “...si es cierto que los patriotas entraron en pelea con banda o divisa blanca”, “que los brasileros usaban espada con taza y carabina larga”, “que los cargueros de los brasileros eran petacas de cuero crudo”, “que muchos soldados patriotas usaban camiseta punzó con vueltas celestes”. Agregando “según los datos que tengo (...) la caballería no traía unidad en el pelo de los caballos, lo que me parece imposible, y quisiera saberlo bien, aunque es una licencia que yo me puedo permitir si me conviene como conviene realmente para abundar el calor del triunfo”. Ya que tenía muy claro cuál era su misión: “el artista –decía Blanes- debe sacar a la superficie las verdades históricas que viven confundidas en el ruido del desasosiego político y social, para hacer con ellas ese arte, que no sólo da fe en la historia de las naciones, sino que ha de servir a la moral”.
Hijos de mi fantasía
Junto a su hijo Juan Luis y su amigo el botánico José Arechavaleta, Blanes llegó hasta la Estancia Casablanca de Domingo Ordoñana, donde en el paraje “La Graseada” habían desembarcado los patriotas. Su intención era recabar datos directos del lugar.
El 19 de abril de 1875, a 50 años de la cruzada de los patriotas, y en horas de la madrugada, en circunstancias similares a cuando se produjo el histórico desembarco, el pintor estaba en la playa, en un día de cielo azul y clima otoñal, según lo relata uno de sus principales biógrafos, el prof. José María Fernández Saldaña.
Un año y medio trabajó en la tela, y hasta se hizo traer arena de la playa para ubicar sobre ella los modelos en su taller de la calle Soriano. Basándose en una de las 17 listas que existen de los “Treinta y tres” patriotas que cruzaron el Uruguay. Recogiendo incluso testimonio de alguno de los sobrevivientes de ese momento.
Si bien el propio Blanes reconoce que mucho de sus personajes “fueron hijos de mi fantasía”, cuesta bastante aceptar estas palabras como totalmente válidas, en virtud de su conocida forma de trabajo. Se sabe incluso que para aquellos personajes de los cuales no se tenía una fotografía o imagen como referencia, Blanes llegó a utilizar los testimonios orales o familiares que pudieran parecerse al protagonista, o como el caso del cruzado Avelino Miranda, que utilizó como modelo a un sobrino del patriota a quien se le atribuía un gran parecido físico.
Educar a la americana
El cuadro fue descubierto el 2 de enero de 1878, en el estudio del artista, en presencia del Coronel Lorenzo Latorre, gobernador provisorio de la República, y otras autoridades nacionales. En primer día más de 700 personas desfilaron ante él, “y mientas duró la exposición, impúsose a los visitantes una cuota mínima de cuatro centésimos, a beneficio de los pobres socorridos de la Sociedad de San Vicente de Paul. Pero contra esa pequeña capitalización había un obsequio: el pintor regalaba a los visitantes sendos paquetes de arena de la playa de la “Agraciada”, donde se había efectuado el glorioso desembarco de abril”. Es que don Juan Manuel, además tenía fama de tacaño, “hombre económico hasta las fronteras de la avaricia –comenta Fernández Saldaña-, había discurrido que el mejor modo de limpiar el taller (...) era hacer cargar a cada visitante con un puñado (de arena), bajo la excusa de un patriótico recuerdo”.
La exposición del cuadro se constituyó en un acontecimiento nacional, inspirado, a decir de Fernández Saldaña, por un “sentimiento nuevo”. Coronas y ramos florales, cintas y ofrendas simbólicas y poemas leídos homenajearon a la flamante obra. Algo similar ocurrió cuando el cuadro fue expuesto en Buenos Aires. Quizá porque Juan Manuel Blanes tenía claro cuál era su papel, definiéndose como artista “AMERICANO”, con letras mayúsculas, según lo deja registrado en una carta que le enviara a su hermano Mauricio. Expresando en reiteradas oportunidades que la misión de un artista americano es satisfacer las aspiraciones de su gente, acotando que en América existían temas fundamentales que requerían atención, y que la misión del pintor de este continente era educar de una manera “americana”. Considerando además: “...me parece nuestro deber hacer lo posible por formar un hombre, de la misma manera que lo forman los jesuitas, para dotar a estos países de tipos que nos enorgullezcan a nosotros, (…) y corran a los desesperados que nos vienen a civilizar cuando su atolondramiento los corre de Europa”.