(escribe prof. Óscar Yáñez) Cada docente debería preguntarse qué Hombre quiere para el futuro; cuál es el ideal que visualiza… Tal vez, responder estas preguntas nos permita desembarazarnos de algunas pesadas tensiones que en la actualidad estamos soportando.
“El hombre ideal es el que sabe desdeñar sus tropismos, sus determinaciones particulares, su ser sensible y corporizado, y obedecer a su razón”, dice Angélique del Rey (2012). Para ella el mal es una dimensión que padecen las personas, pero cada una tiene la posibilidad de alejarlo. El bien, una dimensión separada que permitiría gozar de zonas de confort o de expectativas de vida que se desprenden de coordenadas que tantas veces nos condenaron. Por lo tanto, la miseria, la enfermedad, las sombras y la guerra son dimensiones prescindibles, en tanto podamos ladear el mal. Nuestra formación ideal estará dada en la medida en que desarrollemos el bien, en tanto y cuanto podamos fortalecer los contrarios al mal; es decir, jerarquizar la salud, el confort, la paz, el conocimiento…
Quizás, la educación nos fue transportando por estas dimensiones y nos dejamos llevar inconscientemente.
Es probable que, a pesar de saberlo, no jerarquizamos que educar significa vivir esas dimensiones que son dicotómicas y que, por lo tanto, nos generan conflictos.
En definitiva, la educación es un complejo sistema de desenredo de dimensiones que se traduce en algo tan simple como: educar es resolver conflictos.
Si “el conflicto es el padre de todas las cosas”, los educadores probablemente nos adormecimos en cuestiones conflictivas que no hacen al verdadero problema de la educación. O sea, hemos puesto foco en cuestiones de menor trascendencia, porque -es una hipótesis de la que cada vez nos convencemos más- carecimos de liderazgos fortalecidos en bases éticas y profesionales. Cuando esto falla, como las piezas del dominó, van cayendo las líneas del pensamiento.
Con liderazgos falaces, que no son emisión de ignorantes, cae una de las capacidades fundamentales y diferenciales de los seres humanos: la capacidad de argumentar.
Esta pérdida es la desaparición del fungicida y, por lo tanto, la atención se centra en los hongos conceptuales de genialidades efímeras. Y así quedó la mayoría: luchando con una sólida formación apoyada en los más sublimes principios éticos, pero encasillada en un cañamazo de conflictos que enredó dendritas y que el coronavirus llegó para avivar.
Encasillados en el hacer cada día lo mejor, esa mayoría docente redirigió permanentemente sus esfuerzos y, si hoy sostiene el sistema, es por un valor intrínseco que el entorno no necesariamente favoreció. O que del entorno no necesariamente aprovechó. Los impulsos personales fueron los principales argumentos de las falacias contextuales.
Y, precisamente, a pesar de advertencias reiteradas, quienes debieron ver el conflicto no lo vieron. No se puede vivir en el mundo de la precariedad argumentativa.
Volvamos al principio. La educación hoy implica la permanente resolución de conflictos. Debemos preguntarnos cuál es la mejor gestión educativa, entonces. Pues bien, la respuesta es obvia. Aquella que los prevé.
Existen dos tipos de conflictos: funcionales y disfuncionales. Los primeros son advertidos por aquellos que tienen a cargo el funcionamiento de una institución o de una organización. Los otros no son advertidos. No se ven. Ahora bien, ¿por qué no se ven? O bien por imprevisibilidad o por omisión o por ignorancia. (Para entender bien el concepto de “ignorancia” recomiendo leer a Harari).
El conflicto disfuncional es nocivo. Destruye sin piedad a las partes y pueden quedar caminando sobre zancos.
Alguien podría preguntar si era previsible el efecto coronavirus. No. Claramente, no. Pero quedarnos en este punto para justificar que estamos en medio de un conflicto es poco menos que pueril. La presencia de estas raíces latinas siempre salva nuestro léxico.
En primer lugar, es imprescindible establecer cuáles son los conflictos disfuncionales que se nos presentan actualmente.
El primero es ideológico. Hay una dimensión del mal que nos está afectando y que, por lo tanto, hay que recurrir a insumos nunca imaginados para sostener ese bien que sentíamos apropiado y del que nos embanderábamos, para admitir que un virus microscópico nos desterritorializó. Nos quitó de las calles, pero, para mal de nosotros, nos corrió de las aulas tradicionales.
El segundo es paradigmático. Cuando estábamos adaptándonos a las diversidades en el aula, cuando estábamos convencidos de que hay diferentes formas de enseñar, la presencialidad que siempre nos colocó en una zona de confort porque así nos formaron, salvo alguna excepción de formador, hizo polvo y crítico circunstancias que se pueden sanear.
La disfuncionalidad del conflicto, en este sentido, en menos de veinticuatro horas nos obligó a configurar, adecuarnos y acomodarnos a un nuevo estilo de vínculo didáctico. Es decir, la privacidad del salón de clase se transformó en un espacio virtual que expuso quiénes somos, qué hacemos y cómo lo hacemos. Se incorporaron testigos visibles o invisibles que se sumaron a la tensión de la relación virtual.
En tercer lugar, el conflicto más significativo porque tensa y hace trastabillar es el de la tensión que se genera entre la institución (sus miembros), las familias y los estudiantes. La pizarra como “superficie lisa y virgen” que todos conocemos, gracias a la cual nos formamos y que sigue estando presente en nuestros estudiantes, más allá de las incorporaciones tecnológicas, desapareció. En 24 horas se esfumó. Fue necesario recurrir a nuevos recursos para los que algunos no estaban preparados. Decimos con orgullo que hemos sido testigos de innumerables procesos de adaptación magníficos en varias instituciones. Pero la vida en sociedad también nos indica que la distancia entre el instrumento, su uso y la efectividad no siempre dieron luz.
A este tercer conflicto se suma otro, el cuarto. Las obviedades en los textos también ayudan a mantener la atención. Nos referimos al conflicto de las ilusiones. Nos gusta el concepto “ilusión”.
Cuando leemos una buena historieta, no siempre nos preguntamos por qué es buena. La respuesta es simple. En la historieta los personajes se vinculan a través de globos con mensajes. Esos mensajes son pura escritura. La historieta es buena cuando esa escritura nos genera la ilusión de la oralidad. O sea, sentimos que los personajes están hablando, cuando, en realidad no están comunicándose por la oralidad.
Durante la última semana hemos seguido atentamente publicaciones en Internet y, especialmente, en alguna red social. Hemos observado el proceso de sacralización de la videoconferencia. No podemos negar que, en muchos casos, la videoconferencia es uno de los tantos recursos que hoy, con un nuevo paradigma, los docentes deben adoptar. Es muy bueno que lo hagan. Da buenos resultados en lo cognoscitivo y en lo emocional, por esa posibilidad de volver a ver.
Podemos “perdonar” la sacralización de la videoconferencia, pero no podemos admitir que la videoconferencia sea concebida como un sustituto de la presencialidad.
Acabamos, entonces, de explicar que aquellos que creen en la sustitución de una modalidad por la otra están viviendo en el mundo de la ilusión. Un mundo tan sano como el de la ilusión de la oralidad en la historieta. Pero ilusión. El incumplimiento de esta ilusión tal vez sea la causa de la frustración de las familias europeas renuentes al pago y a la evaluación, tal como hemos constatado en la web.
En este artículo no nos referiremos a las diferencias entre uno y otro procedimiento, porque nos estamos centrando en los conflictos.
Ahora estamos en condiciones es esperar conflictos funcionales. Y solo los combatiremos en la medida en que esta experiencia de disfuncionalidad nos haga entender que a través de medios inusuales debemos atender la diversidad, que los recursos virtuales son finitos y algunos son excelentes, mientras otros son malos o innecesarios, que debemos trabajar para facilitar la navegabilidad desde el continente de la virtualidad hacia el de la presencialidad (que ojalá llegue pronto).
Para finalizar, debemos entender que el coronavirus nos fue imprevisible, pero que la formación en el uso de los recursos virtuales fue una opción que, algunos pocos, por la comodidad de la poltrona decimonónica dejaron pasar, muchos no fuimos suficientemente atentos ante las dicotomías de la vida, pero la mayoría ha desarrollado una notable capacidad de adaptación. Reconocemos, en particular, a los educadores que se sometieron al trabajo con un instrumento inusual en el ejercicio de la docencia, el calibre, para lograr la medida justa y perfecta.