(Escribe prof. Oscar Yáñez) Hasta ahora hemos sido lo suficientemente incrédulos para creer que dominábamos las redes sociales, que éramos capaces de sostenernos en cualquier plataforma, que la tecnología estaba en nuestras manos.
También algunos fueron lo suficientemente hipócritas al creer que la tecnología no es necesaria para el desarrollo de los procesos de enseñanza y aprendizaje.
Allí vimos pasar, por años, quizás por inexperiencia o por inoportuna gestión de los responsables, un plan en el que se fueron creando recursos que, para muchos, no fueron más que nombres y, para otros, espacios de esparcimiento para creadores oportunistas arrimados a un gobierno.
También observamos cómo, a pesar de promover el trabajo en las plataformas educativas, las distancias no se acortaban para un número importante de docentes que, no sabemos si con desprecio o con soberbia, nunca se acercaron a cursos de capacitación o de perfeccionamiento.
Tenemos el convencimiento de que nadie puede manejar una computadora con fines didácticos, si antes no sabe utilizar el pizarrón y la tiza. El problema surge cuando lo único que se sabe es usar la tiza y el pizarrón, y ni siquiera se aprendió a cargar un marcador de tinta. Esta metáfora de poca monta solo pretende decir -por su nimiedad, la aclaramos- que ni por añadidura se pensó que había que al menos tentarse un poco con los recursos soportados por la web.
Y finalmente llegó el coronavirus.
La llegada del coronavirus deja en evidencia a muchos de los gigantes de la educación. No falta quien mire de reojo y crea que puede con lo mínimo desarrollar un curso que, en definitiva y circunstancialmente fue el muerto en un funeral educativo. Otros despertaron y tuvieron que exhibir sus destrezas cuando ni siquiera eran cercanas visiones estratégicas. Muchísimos reaccionaron e hicieron lo que se debe hacer: o, a partir de su formación de grado, tendieron puentes entre la presencialidad y la virtualidad o, por su formación posterior al grado, desarrollaron estrategias de aprendizaje dignas de un profesional de la educación. Estos últimos con parte del ejército romano que se enfrentó al coronavirus neuronal.
Ojalá pudiéramos cuantificar. Ojalá tuviéramos suficiente número de Inspectores -no para solo supervisar, sino para supervisar, contar y calificar- para saber el verdadero estado de situación. Porque es en la pista donde se miden los corredores. Hoy es imprescindible admitir que durante mucho tiempo sobrevoló una idea oculta, no verbalizada, pero captada por algunos: “no me importa”. No me importa acercarme a plataformas educativas que ofrecen información relevante; no me importa el desafío de educar con nuevas estrategias; no me importa lo que hagan otros, si yo siempre enseñé a todos lo mismo, siempre lo mismo, de la misma manera.
Y sí. Llegó el coronavirus. Pero el coronavirus a algunos afectó los pulmones y a otros les estimuló la inteligencia creativa. Comprendieron finalmente que la tecnología es un aliado. No es nuestro enemigo. No nos sustituye ni nos debe sustituir.
Y con el coronavirus llegó el desorden. Nos negamos a hablar de caos. El coronavirus nos recluyó y desde la reclusión debemos seguir trabajando, pero a través de una modalidad que la teníamos contra el cordón de la vereda. Y el desorden llegó cuando los alumnos, sus familias y algunos docentes no pudieron definir las distintas formas del tiempo. El meollo de esta dificultad está en aquello de que tiempo no es clima. En triángulo didáctico formado por el estudiante, el docente y el conocimiento, el clima es la calidad del vínculo, el que depende del reconocimiento y uso de los tiempos. Básicamente, hemos asistido al choque de dos placas temporales y de dos concepciones laborales.
En lo que se refiere a lo temporal, cuando analizamos algunos procesos que se están evidenciando en estos momentos, vemos que el tiempo pedagógico y el tiempo cronológico se manejan como sinónimos. Y no lo son. No vamos a definir cada uno de ellos. Pero hagamos un simple razonamiento. Mientras la aguja del reloj corre para todos igual, el ritmo de aprendizaje y el ritmo de propuestas de enseñanza en relación con las posibilidades de aprendizaje avanzan heterogéneamente. Entonces, la virtualidad, por inexperiencia, comodidad o ignorancia, nos coloca en la zona de confort de la homogeneidad. La consecuencia es obvia. El estudiante no entiende; pierde ese ritmo como consecuencia de la confusión de tiempos; la familia desespera. Y allí nace la solución: la videoconferencia. Excelente idea. El contacto con el alumno que está atravesando por una cuarentena, a través de una videoconferencia es genial. El problema es el entrenamiento que existe en la videoconferencia y, también, el problema del tiempo.
Tampoco vamos a desarrollar el concepto “conversación”, pero sí debemos hacer hincapié en que, en la videoconferencia nos vemos y nos escuchamos, pero el dominio de los turnos de la conversación está afectado por la ausencia de factores contextuales inherentes a la presencialidad. No decimos que la presencialidad sea lo mejor. Decimos que la presencialidad es importante y relevante. Decimos que la comunicación a distancia no es lo mismo que la comunicación in situ. Entonces, no seamos ingenuos, sustituir la presencialidad por la educación a distancia a través de videoconferencias es decididamente un absurdo. No obstante, promover las videoconferencias cuando tenemos el coronavirus al lado está bueno, pero sin olvidar las particularidades del recurso y los riesgos de los receptores alocutarios; es decir, aquellos que no vemos, pero que pueden estar. No solo es peligrosa la exposición del docente. También es peligrosa la exposición del estudiante. Seamos honestos. Equivocarse en clase para muchos es frustrante, por el docente y por los compañeros. Un buen docente maneja la situación y transforma el hecho en un modo de aprender para motivar a quien se equivocó. En una videoconferencia ocurriría lo mismo, pero reconozcamos que puede haber ojos que ver lo que no deben presenciar.
Ahora bien, causas tienen las situaciones. Supongo. Hay un viejo dicho que no quiero escribir. Sí, con el coronavirus al lado nos despertamos y las plataformas empezaron a ser nuestro centro de interés y de desesperación porque, se quiera o no, todo el sistema educativo nos obligó a amigarnos con ellas.
Visualizamos, entonces, dos momentos claves en este período. El primero consistió en encontrar el camino de la virtualidad. Cada uno buscó aquel recurso que le permitiera colocarse en una zona de confort para llegar a los estudiantes. Está bien. La comodidad es clave para trabajar. Pero seamos bien claros. Hubo un tiempo cronológico invertido en la búsqueda de soportes que afectó el tiempo pedagógico como consecuencia del desconocimiento. Obviamente no todos recorrieron este camino. Muchos ya los tenían allanados. Por lo tanto, el recurso tecnológico, para un número importantes de personas, fue el foco. Aquí está la falla. Un recurso no puede ser foco. El recurso tecnológico es transversal para viabilizar el conocimiento.
Si durante años perdimos el tiempo en la falta de formación específica, a este tiempo le sumamos una semana más en un entorno de emergencia mundial.
El otro momento llegó después de hallado el espacio de comunicación y de trabajo de estudiantes y docentes. Recién en esta instancia llegamos al trabajo con competencias y contenidos. Desconificamos la mirada para concavilizarla. Con otras palabras: nos concentramos en el teclado, cuando debíamos mirar la pantalla y dar Enter.
Este es el momento en que se inicia el conflicto. Hay una nueva forma de enseñar. Hay una nueva forma de aprender. Hay familias que desesperan ante esta forma de enseñar y esta forma de aprender. Sí. El país no estaba preparado para estas circunstancias. Nunca previmos que deberíamos enseñar a distancia, a niños y a adolescentes.
A pesar de todo lo expresado, no creemos haber llegado al problema mayor -o al mal mayor-. Definido el recurso o plataforma, llegó el momento de las consignas. No parece un hecho cuestionable. Pero lo es. No se cumple siempre aquella máxima de que comprendido el cincuenta por ciento de la consigna está resuelto el cincuenta por ciento del problema.
Se podría estudiar -con los índices de logros en desarrollo de la competencia lingüística no sería necesario- el bajo nivel de apropiación de los contenidos de las propuestas que se presentan.
Nos preguntamos si esa dificultad también está instalada en las familias. “No entiendo. Pregunto” es la solución que soslaya etapas previas: primero leo, analizo la propuesta y luego, si no entiendo, pregunto; si comprendo, resuelvo. Parece simple, pero existe la dificultad.
El coronavirus nos ha instalado en la pedagogía de la bipolaridad. Ha colocado a los docentes e instituciones educativas en el que avanzar cuesta porque, primero, todo el mundo sabe de educación; segundo, encontró a cierto personal docente poco familiarizado con la tecnología (no necesariamente por responsabilidad de las instituciones).
Podríamos definir la pedagogía de la bipolaridad como la pedagogía de los antónimos. Es decir, mientras uno hace algo, el otro hace lo contrario; mientras uno espera un procedimiento, el otro espera el contrario; mientras algunos están felices, los demás están desesperados; estos quieren videoconferencia, aquellos quieren mensajes escritos; unos quieren el trabajo de la mañana, otros a la tarde. El único concepto firme y sin antónimo es que las familias prefieren a niños y jóvenes dentro de las instituciones educativas.
Con este enredo de redes y coronavirus, sobre todo pensando en el estudiante que, por razones diversas, no puede seguir los pasos de los compañeros, queremos recordar algo que leímos en una página web italiana y que siempre debemos tener presente y más en estas circunstancias. Los maestros tienen por obligación hacer saber a cada estudiante que puede y debe preguntar porque ellos no hacen “domande stupide” (preguntas estúpidas). De esta manera el estudiante se siente libre y alentado por el saber.
Eso sí, el docente debe saber que, en la presencialidad y con mayor cuidado en la virtualidad, nunca debe realizar “domande stupide”.
Los docentes hoy están sosteniendo el sistema educativo. Están sometidos a cuestionamientos y requerimientos sociales de toda índole, tanto en la gestión oficial como en la privada. Muchos vemos todas las fortalezas y debilidades marcadas en estas líneas. Las apreciamos porque queremos la educación y deberíamos temer a otros imprevistos. Ansiamos el despertar de una nueva formación docente.